¿De qué está hecha nuestra vida? ¿Podemos acaso expresarla a través de abstracciones e ideologías? Atilio Boggiatto y Manuel Martínez Novillo (h) recuerdan las historias de Louis Maggio y Rafael Méndez, y reflexionan en torno a los obstáculos que provoca el olvido del mundo concreto.

“Estoy muerto”, debe haber pensado Louis Maggio el día que se rompió la boca después de pegarse un porrazo contra el piso. Era invierno y el pavimento estaba helado; resbaló al correr para tomarse el tranvía y dio su cara contra el borde de la calle. El impacto dejó literalmente sus labios como las tiras de plástico que hacen de puertas en algunas carnicerías de la vieja escuela y un par de dientes delanteros volaron como pedacitos de comida masticada. El tipo era trompetista en la orquesta sinfónica de St. Paul, en la época en que los instrumentos de metal estaban en plena formación. Ese día, Louis pudo haber pensado que estaba frito. Los médicos no podían ayudarlo y lo escrito en cuanto a técnica de ejecución de trompeta no contemplaba a alguien en su condición. Era el final de su carrera y una baja importante en el avance del instrumento.

Cartas descubiertas.

Cartas descubiertas.

Por suerte, Louis jamás puso en duda su relación con la música. Dio por supuesto que un instrumento y su técnica de ejecución son tan sólo los medios para otro fin: hacer música. Un año después del accidente, Maggio ya había encontrado su propia forma de tocar la trompeta. Y para el asombro de sus colegas el método que él se vio obligado a crear no sólo le devolvió la silla en la orquesta sino que además dejaba ver una marca más definida en su estilo.

Por un momento, imaginemos que Louis Maggio, después de visitar a los médicos, hubiera consultado a un musicólogo dogmático. Supongamos también que tal cosa existe. Lo más probable es que este especialista, al notar la incapacidad física y estética de Maggio, habría desalentado sus intentos de volver al instrumento. Aunque el diagnóstico del musicólogo pudiera ser honesto y profesional, cuando la teoría se aplica sin concesiones sobre la práctica opera algo que no es del todo consciente: el sentimiento instantáneo de seguridad que otorga la teoría pura cuando se la contrasta con un mundo lleno de contingencias e irregularidades. Es decir, las teorías tienden a ser cerradas y a carecer de conflictos. Por ello son capaces de construir un mundo de sentido mucho más placentero y confiable que el ámbito de lo práctico.

El hecho mismo de que un hombre en las condiciones de Maggio intentara utilizar la técnica no sólo representa una negligencia musical, sino que también, para el musicólogo, revela toda una monstruosidad. La presencia misma de la contingencia de la vida dentro de la técnica; la realidad de que un caso singular es capaz de mostrar la inconsistencia –acaso, la inutilidad- en una teoría ya asegurada.

Un mundo sin dolor

Cualquier persona que tenga la voluntad y la convicción de sacar algo de su mundo privado para llevarlo al ámbito de lo concreto tendrá que enfrentarse necesariamente con algún tipo de dolor o angustia. Ninguna técnica estandarizada es verdaderamente capaz de contemplar la totalidad de las posibilidades y los límites que nuestra relación con las personas y las cosas puede deparar.

A otra parte.

Juez y parte.

Todos los que alguna vez han intentado tocar un instrumento musical saben a qué nos referimos. Pero también podrían entenderlo aquellos que intentaron relacionarse seriamente con otra persona. El esfuerzo que se necesita para expresar algo del mundo privado a través de la música (o de la escritura o de lo que sea) es similar al de vincularse auténticamente con una pareja. Si no reconocemos nuestras limitaciones ni reconstruimos nuestras expectativas de manera realista, nuestra relación con el instrumento será superficial y lejana. De modo similar, encontrarse verdaderamente con una persona no es realizar el ideal del amor, como si se de una técnica segura o un guión preestablecido se tratara, sino es aceptarse en una pequeña y acaso trivial historia.

Uno puede enamorarse de una institución, como el matrimonio, o de una especie de institución, como el noviazgo, y no enamorarse de un ser humano. Uno puede obnubilarse con la realización de un viaje inolvidable y no ser capaz de disfrutar experiencias íntimas y comunes. Son formas de relacionarse con las cosas sólo a través de la ideología y la abstracción. Ese tipo de tránsito, sin embargo, es lo común de la vida, lo ordinario. Los momentos de intercambio concreto son, en realidad, más bien interrupciones de esa corriente. Acercarse a una persona (o un poema o una melodía) es un acto de inspiración, un momento de innovación que nos despierta de la corriente abstracta y nos introduce en el mundo de lo concreto. Ser persona, como dice el mexicano Gabriel Zaid, quizás sea justamente aceptarse como un ser abierto e incompleto, y por eso inclinado hacia el intercambio con lo concreto. Las personas totalmente abstraídas son de algún modo un poco menos personas y un poco más ideologías.

Lo extraño no es vivir abstractamente parte de nuestra vida; eso no podría ser de otro modo. Lo decididamente engañoso es creer que resguardándose en las abstracciones uno puede vivir sin dolor. Las ideologías son esa falsa promesa; la promesa de que existe un momento terrenal en el que las cosas del mundo se completan en nosotros y se definen finalmente para el lado del bien. Pero lo que verdaderamente hay es un mundo abierto, desbalanceado y poblado de contingencias.

Garganta de piedra.

Días, vino y rosas.

La persona con quien compartamos el amor, por ejemplo, podrá ser alguien tan inseguro y vulnerable como nosotros mismos. Podrá haber amado a otros y haber sido amado por otros. Estas circunstancias, sin dudas, pueden causarnos dolor. Pero pensar que el único partenaire que merece nuestros sentimientos es aquel que no tiene historia pasada, que no ha cometido por lo menos tantas equivocaciones como nosotros; pretender que el único acto inspirador que le fue destinado a esa persona era encontrarnos a nosotros es reducir su existencia a una abstracción. La inspiración, como el acto que nos introduce al mundo de lo concreto, no puede ocurrir sin que antes hayamos aceptado que, tal como nosotros al resto, la persona que nos acompaña, porque es persona, nos producirá dolor. Una vida que sea vivida sin aceptar esto posiblemente no dé lugar a ningún momento concreto, que es algo similar a decir que no alojará a ningún otro ser humano. Y estará habitada sólo por ideas, preconcepciones, momentos fijos, repetidos y resumidos, como si de un parque de diversiones ideológico se tratara.

Momentos transformadores

Luego de haber recibido un portazo en la boca y haberse destrozado los labios, el trompetista mexicano Rafael Méndez viajó a los Estados Unidos -aconsejado por su mujer- para verse con Louis Maggio. Maggio, para entonces, se había convertido en una especie de consejero espiritual; lo visitaban músicos de todas partes del mundo. Aunque la historia es conocida no tenemos noticias de que haya pasado nada revelador en ese encuentro. Méndez le contó lo que le había pasado; Maggio le dijo que siguiera esforzándose en volver a tocar como lo venía haciendo hasta ahora. Méndez superó su accidente y continuó su carrera.

En una lectura banal de la vida uno tendría que pensar que tanto Méndez como Maggio se consagraron como músicos cuando el destino les impuso ese reto transformador. Pero no hubo ningún momento transformador o revelador. No lo tuvo Méndez al accidentarse o al hablar con Maggio. Tampoco lo había tenido Maggio antes cuando creó la técnica que lo devolvió a la música.

Quizás uno de los combates más difíciles sea el de nosotros mismos contra nuestra ansiedad, contra nuestra necesidad de sentir que estamos llegando a algún lugar. Embarcarse en cualquier proyecto significa un escenario más para esa pelea, una oportunidad más para encontrarnos con nuestros temores e inseguridades. Para sentir, de nuevo, que cuando batallamos contra nosotros mismos podemos perder.

Corazón loco.

Corazón loco.

Creer que aquello que les ocurrió a Maggio y a Méndez fue una revelación o la manifestación de un destino es confundir el motivo por el cual las personas sufren a la hora de hacer lo que quieren hacer. Llevar a cabo cualquier cosa deseada (desde tocar un instrumento hasta relacionarse con otra persona concreta) nunca será algo distinto de tomarse en serio el camino que nos relaciona individualmente con ella.

La convicción de que hay un momento transformador que nos está destinado puede aliviarnos de la angustia, pero jamás logrará producir ningún cambio en nuestras circunstancias reales. Si nos consagráramos a la añoranza de la técnica de ejecución perfecta o de la pareja ideal, lo que sin dudas lograríamos sería distraernos y alejarnos de un camino concreto que puede llevarnos a alguna parte. Dejaríamos que la vida nos pase de largo. Por el contrario, elegir tomar el camino concreto será justamente aceptar que nada especial nos espera, y que cualquier cosa que queramos hacer será humana, pequeña y terrenal. Elegirlo significará, además, entender que el valor que tengan cada una de nuestras cosas residirá justamente en la autenticidad individual con que logremos realizarlas.

Imágenes: AveCesar.

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