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¿Qué significa ser feminista? ¿Hay una sola forma de pensar esta identificación? Guadalupe Valdez Fenik reseña la postura de Caitlin Moran al respecto; se refiere a las manifestaciones sutiles del machismo en prácticas como la vestimenta y la moda y reivindica una idea de feminismo que consagre la libertad subjetiva de las mujeres más allá de toda subordinación.
Caitlin Moran, destacada columnista del New York Times, aborda en su best-seller ¿Cómo ser mujer? muchas de las problemáticas que sufren las mujeres en la construcción de su identidad en el siglo XXI. El libro cuestiona duramente los mandatos del patriarcado tradicional, así como también ciertos estereotipos vinculados al propio feminismo.
La propuesta de Moran es una suerte de anti- manual de cómo ser mujer en los tiempos actuales. Anti-manual en tanto no hay prescripciones de ningún tipo ni una forma de ser mujer que se considere superior a otras. Es decir que bajo esta óptica ser ama de casa sería tan válido como ser una exitosa profesional; no querer tener relaciones sexuales hasta el matrimonio o tener una activa vida sexual (parece increíble que aún hoy tengamos que aclararlo) son opciones de vida igualmente respetables.
Moran viene a hacerse eco de un feminismo que plantea la diversidad de formas de ser mujer como nota distintiva, o dicho de otra forma, que propone lo siguiente: mientras una mujer pueda elegir cómo vivir, cómo vestirse y si trabajar o dedicarse a su familia, todas sus elecciones serán igualmente válidas si son el producto de su deseo y no de una subordinación del tipo que sea. Esta concepción nueva del feminismo, de corte más demócrata y plural, es una apuesta por la libertad y el deseo de cada mujer.
El feminismo de las primeras olas concebía a la feminista como una mujer superior que había tomado conciencia de su subordinación para liberarse y liberar a las otras mujeres. La misma Simone de Beauvoir criticaba duramente en El segundo sexo a la maternidad por considerarla el fin de la vida de la mujer y un destino inexorable y funesto para la realización personal (aunque, nobleza obliga, lo sostuvo en un contexto en el que las mujeres sólo podían existir a través de la maternidad, o del vínculo matrimonial con un hombre). La mujer feminista, tal como la pensamos hoy, sería básicamente cualquier mujer que lucha por la igualdad.
Aunque seguimos sufriendo muchas de las injusticias denunciadas por De Beauvoir, el planteo del feminismo actual es diferente. Si una mujer elige dedicar su vida a la maternidad, ¿por qué no respetar eso? Siempre y cuando sea el producto de su propia decisión y no de una subordinación impuesta por un tercero. El desafío actual es aceptar que las mujeres podemos construir nuestra subjetividad de formas muy diferentes, y sin embargo, a pesar de ser tan distintas, coincidir en la lucha por un mundo más igualitario. Viene bien tener presente que estamos lejos de conseguir igualdad salarial, que en nuestra provincia (Tucumán) no se aprobó aún la ley de salud sexual reproductiva y que el derecho al aborto sigue siendo violado, entre tantos otros reclamos.
Volvamos a Moran:
“El feminismo tradicional dirá que estos temas no son los importantes, que debemos centrarnos en lo fundamental: la desigualdad salarial, la ablación femenina en el Tercer Mundo y la violencia de género. Y es obvio que éstos son asuntos urgentes, vergonzosos e injustos, y que el mundo no podrá ir con la frente en alto hasta que se solucionen. Pero todos estos otros problemas más pequeños, estúpidos y cotidianos son, en muchos sentidos, igualmente nocivos para la tranquilidad espiritual de las mujeres.”
Todas nos hemos enfrentado a la desagradable situación, ya cotidiana, ya incuestionable, de la depilación de pubis completa. Estar encerrada en un cubículo de un metro, desnuda ante una desconocida, y soportar el dolor que implica. Lo absurdo es que aceptemos esto como la más cotidiana tarea, en la cual la depiladora asume el rol de “policía de los pelos” y ridiculiza cualquier variedad de estilo que sea diferente al estilo “Hollywood”. Casi como si se tratara de una inconducta moral, una debe justificar porque ha dejado tanto crecimiento en la zona.
Moran rastrea el origen de esta moda, y lo halla en la industria pornográfica. ¿Pero por qué se estableció como único modelo de belleza? No por una cuestión de placer o morbo, sostiene, sino simplemente por una cuestión de óptica, para lograr que se vea en primer plano la penetración. Si pensamos que este es el origen de la depilación de pubis es aún más ridícula la prescripción de que todas las mujeres debemos eliminar todos los pelos de ahí abajo, como si estuviéramos permanentemente protagonizando una película porno.
Lo preocupante es que las mujeres planificamos nuestras vidas y nuestra economía en base a la depilación y al ritmo del crecimiento de los pelos, y esto es tormentoso, esclavizante y -además- bastante caro.
Con respecto a la moda, nos dice:
“Personalmente encuentro absurda la idea de que las mujeres adoran ir de compras, casi todas las que conozco tienen ganas de llorar después de pasarse cuarenta y cinco minutos recorriendo las tiendas de moda en busca de una camisa, y se apresuran a beber ginebra en las tristes ocasiones en que tienen que encontrar un vaquero.”
¿A qué se debe este malestar? Básicamente a que el 99% de la ropa que se vende en las grandes cadenas no está pensada en absoluto para las mujeres reales.
¿Por qué nos importa la ropa? La ropa que usamos es una construcción estética personal. Refleja lo que queremos mostrar de nosotras mismas. Puede hacernos sentir bellas, y esto es algo bueno. Ya lo dijo R. Barthes: la ropa es un sistema semiológico, un sistema de comunicación. Cuando nos vestimos queremos significar algo. El problema no es la dimensión lúdico-expresiva de la ropa. El problema es que se torne una obligación ineludible para toda mujer. El problema es que la mujer sea excluida y estigmatizada cuando no cumple con esta normativa.
Moran advierte como las mujeres nos pasamos gran parte de nuestros días pensando y seleccionando combinaciones de ropa porque vemos en ellas el conjuro a la infelicidad, y la forma para conseguir lo que queremos lograr. Ante los distintos eventos de nuestra vida, la pregunta central será: ¿qué me pongo? Y esto es algo que resulta difícil de imaginar para un hombre. Porque un hombre en jeans y zapatillas no es considerado poco serio, y una mujer sí. Porque una mujer puede no ser contratada en una entrevista de trabajo por dar una mala impresión con su ropa. Éste es un parámetro en función del que los hombres no son evaluados. Puede que la imagen hoy en día también sea un peso para los varones, pero rara vez constituye un «requisito excluyente».
Moran concluye que la verdadera tirana es la industria de la moda en masa, o más bien, los diseñadores de moda que piensan la ropa en función de sus propias fantasías, y no de las mujeres reales. Piensan tan poco en las mujeres reales que un talle 40 es considerado XL, y que todo tiene tres centímetros menos de lo que debería tener para favorecer a alguien. Antes las mujeres diseñaban su ropa de acuerdo a su propio sentido de la estética y de su propio cuerpo, junto a las modistas. Ahora esa posibilidad es lejana y debemos conformarnos con prendas que nos agradan a un 70% en el mejor de los casos -por decir una cifra-.
“Es posible que Isabel I estableciera la base del imperio británico, pero nunca se pudo casar: pobre y pálida reina cubierta de Mercurio. Jennifer Aniston es una hermosa y triunfadora millonaria que vive en una casa junto a la playa en Los Ángeles, y, sin embargo, toda su treintena se describió como la década en que no fue capaz de retener primero a Brad Pitt, y luego a John Mayer.”
Moran advierte una realidad: las mujeres nos obsesionamos tanto con el amor y las relaciones, porque una mujer que está soltera demasiado tiempo deja de ser atractiva. Si presenciamos una conversación cualquiera en un grupo de amigas, salta a la vista que las mujeres nos evaluamos las unas a las otras en base a nuestro desempeño en las relaciones sentimentales. Claro que esto es consecuencia de una sociedad que juzga a Aniston por haberse separado de Brad Pitt y no por el hecho de ser exitosa como actriz, por reiterar el ejemplo.
Las mujeres imaginamos todo el tiempo potenciales relaciones con distintos tipos de hombres, que no conocemos o que vimos una sola vez. Moran nos dice: imaginemos el hábitat de una oficina cualquiera. Podremos observar a simple vista los juegos de seducción entre hombres y mujeres. Si pudiéramos utilizar algo así como un casco psíquico para saber qué piensa una mujer cuando está presumiendo con algún hombre, seguramente veríamos postales del viaje que harán juntos a París. Es bastante aterrorizador y loco. Es una especie de entrenamiento mental, que aplicaremos luego en la vida real, en el cual analizamos todo tipo de escenarios y errores que pudiera cometer nuestra pareja, para así tener menos probabilidades de elegir a la pareja incorrecta (el período de fertilidad de las mujeres es mucho más corto que el de los hombres). El problema de esto, además de ser en sí una locura, es que nos encorsetamos en recetas idílicas y medimos las relaciones reales que sí tenemos en función de las mismas.
Racionalizar estas locuras que habitan nuestra mente puede resultar un alivio. Deberíamos poder sacar del centro de nuestras preocupaciones a las relaciones amorosas, pero es mucho más difícil para nosotras que para ellos, en parte porque nos enseñaron que el amor es lo más importante y lo que nos «completa en la vida».
Moran, a lo largo de todo el libro, tiene el objetivo de reivindicar la palabra feminismo, que en su opinión debe tener el sentido de la lucha por un mundo igual para hombres y para mujeres. Bajo esta concepción todas somos feministas. Una mujer que no se identifique con el feminismo representaría una contradicción lógica, sería una mujer que estaría despreciando todas las conquistas del feminismo, tales como el derecho al voto, a la pastilla anticonceptiva, e incluso a pensar la situación de la mujer en la sociedad.
Sin el feminismo estaríamos recluidas en los ámbitos domésticos, dependiendo de un hombre incluso para salir a la calle. Así que sí. Todas somos o deberíamos ser feministas, y esto no debería ser un patrimonio exclusivo de las mujeres. Es fundamental que los hombres también se autodefinan como feministas para generar un cambio auténtico. Asumirnos como feministas es el primer paso obligado en la lucha por la igualdad y en la erradicación del machismo que, con mecanismos sutiles, sigue bien presente en nuestras vidas.
Imágenes: Vanesa Gómez.