¿Existe la arquitectura sustentable? ¿Hay alguna forma en que los seres humanos habiten el planeta sin consumirlo? Lucía Venditti relata cómo la corriente del pensamiento sustentable se potenció con los avances tecnológicos en la construcción y advierte acerca de los malos usos que éstos pueden tener.
En Rebelión en la granja George Orwell dice que el hombre es el único ser que consume sin producir. Leche y huevos, pero también madera, arena, rocas e incluso suelo. Todo consume; nada produce. Si pensamos la arquitectura a través de la óptica de Orwell nos daríamos con que es la expresión más clara de la naturaleza consumidora del hombre: cualquier intervención arquitectónica resulta intrínsecamente no sustentable. No sólo porque altera un territorio naturalmente en equilibrio, sino porque además, para materializarse, precisa consumir una serie enorme de recursos que jamás son devueltos; el más importante de ellos, el espacio. No sabemos si el mundo estuvo alguna vez en equilibrio a cero en consumo y producción, pero no tenemos dudas de que la arquitectura solamente empuja esa ecuación hacia abajo, hacia el menos cero, hacia la pérdida.
Sin embargo, hoy en día existe una disciplina en el ámbito de la arquitectura que se llama “Arquitectura sustentable” y es aquella que aspira a que los términos de esta ecuación se anulen entre sí. Tiene el objetivo de aproximarse al cero, tender al equilibrio, reestablecerlo.
Yéndonos a los extremos, para clarificar posiciones, podemos decir que para lograr este objetivo existen, básicamente, dos abordajes posibles. El primero es aquel que entiende que, sabiendo cuánto consumimos, el problema a resolver es equiparar la producción o generación de esos recursos. En otras palabras, se mantiene fijo uno de los términos y se intenta potenciar el otro. El primer término, el consumo, está ahí, es lo que es, no se cuestiona. El segundo abordaje, más austero pero no por eso menos ambicioso, entiende que la manera más sencilla de equilibrar la ecuación es reduciendo al máximo la cantidad de recursos que consumimos. Se hace foco esta vez en el otro término, el del consumo, intentando aminorarlo para lograr el equilibrio al que se aspira. Esta posición tiene un sesgo más ambientalista y pone en cuestión mucho la arquitectura en sí misma, la existencia de las ciudades y se cuestionan, esencialmente, los modos de vida de los seres humanos.
Lo que se reconoce comúnmente como arquitectura sustentable aparece, por lo general, asociado a lo que podemos catalogar como la industria de lo sustentable. Esto es una arquitectura que se vale de la tecnología que desarrolla un área específica de la ciencia volcada a estudiar el problema ecológico en particular, y que incorpora pantallas verdes, terrazas jardín, paneles solares, sistemas de captación de agua de lluvia, sistemas de enfriamiento geotérmicos, y demás. Subyace aquí una mirada respecto del problema mucho más cercana a lo que aquí planteábamos como el primer abordaje, aquel que busca generar nuevas energías para compensar el nivel de consumo que implica la vida moderna tal y como la conocemos. En muchos lugares del mundo este abordaje funciona y muy bien. En general esto sucede en sociedades que, no sólo son capaces de generar y sostener este tipo de industrias, sino que además han reflexionado sobre el tema lo suficiente como para plantear soluciones integrales.
Este es, desde mi punto de vista, la clave que distingue a los procesos exitosos del resto. La mirada integral. Un ejemplo de esto es el caso de Noruega. El municipio de Oslo, por ejemplo, generó la tecnología que permite transformar la basura en energía eléctrica. De esta manera, no sólo convierte un problema en una solución, sino que también lo convierte en un negocio, ya que, hoy por hoy, Inglaterra le paga para cederle basura que ellos, luego, transforman en energía destinada a alimentar las luces de las escuelas públicas. Una estrategia ecológica, económica y social. Una respuesta integral.
Ahora bien, qué pasa con el resto de las ciudades del mundo, todas aquellas que no son Oslo y que consumen, que gastan energías y se llenan de deshechos; digamos, ciudades con mucho menos capital tecnológico y, a la vez, más problemas. ¿Es el segundo abordaje la solución? Digamos, por dar una idea, que el municipio de un ciudad como Tucumán se propusiera solucionar sus problemas de tráfico y polución y lanzara un proyecto para comprar bicicletas subvencionadas públicamente. Un enorme porcentaje de la población compra las bicis y, así, deciende la utilización de autos particulares y del transporte público. Pero el funcionariado no prevé cambios en las rutas por donde pasan los colectivos, ni aplica ninguna política para descentralizar la ciudad o circunscribir la utilización de autosmoviles particulares a ciertas zonas céntricas ni establece una red de carriles exclusivos que protejan al ciclista del tránsito motorizado. Solamente confía en que la bicicleta, como es un objeto sustentable, resolverá el problema. Lo más probable es que, a la larga, aunque la medida produzca algún resultado, éste se apagará rápidamente. La gente seguiría viviendo en una ciudad hostil; andar en bicicleta muy pronto dejaría de ser una novedad y volvería a ser el hábito peligroso que es en una ciudad con graves problemas de tránsito.
En definitiva, ninguno de los abordajes sugeridos en este artículo es apropiado. Primero porque la arquitectura no puede ser planteada en términos de ecuaciones matemáticas, a pesar de que estas puedan sintetizar con relativa eficiencia procesos y variables complejas, como aquí intentamos hacer. Y segundo porque la ecuación jamás dará cero. Los seres humanos vivimos en la Tierra y somos, desde algún punto de vista, lo peor que le pudo haber pasado a este planeta. Pero aquí estamos, consumiendo, destruyendo y construyendo. Intentando avanzar. En Oslo no se hace arquitectura sustentable para equilibrar una ecuación. Se hace para que los seres humanos, que allí viven, vivan mejor.
No hay arquitectura sustentable, sólo buena arquitectura. A comienzos del siglo XX en Chicago, una serie de avances tecnológicos permitieron el surgimiento de la tipología de edificios en altura que hoy puebla nuestras ciudades. El ascensor, entre otros inventos, hizo posible el pasaje de los existentes edificios altos -una única planta muy alta- a los edificios en altura –muchas plantas una encima de la otra-. A nadie se le ocurrió por aquel entonces inventar un nuevo término para hacer referencia a esta supuesta nueva arquitectura. Arquitectura alta. Arquitectura en altura. Estaba claro que esta nuevas tecnologías abrían un enorme campos de experimentación pero su mera inclusión en un proyecto de arquitectura no modifica per se su esencia. No determina si es buena o si es mala. La tecnología, como la calculadora, es una herramienta. No sirve si uno no sabe sumar. El ascensor es una herramienta fantástica, incluso desde el punto de vista sustentable, ya que permite densificar nuestras ciudades. Sin embargo, hay edificios en altura buenos y hay edificios en altura malos.
Lo que quiero decir es que lo importante es la buena arquitectura, y que la buena arquitectura es un necesario punto de partida para mejorar cualquier cosa. Ya sea que hablemos de sustentabilidad, de política, de economía o de inclusión social. A escala de los edificios o a escala de la ciudad. La buena arquitectura conjuga las dos miradas que planteamos al comienzo del artículo. Consume menos porque está bien hecha, bien orientada, se abre a donde debe, se cierra a donde debe, adopta soluciones constructivas adecuadas, innova desde la lógica, desde lo local, desde la tradición y no desde el capricho o la arbitrariedad. La incorporación de una nueva tecnología, partiendo de esta base, potencia la arquitectura. Pero sin orientación la tecnología se transforma en bijouterie, y los arquitectos en frívolos emprendedores capaces de llamar a cualquier par de macetas colgado de alguna reja arquitectura sustentable, sostenible, ecológica, verde.
La autora es arquitecta y docente.
Imágenes: Paulo Vera.