¿Cuánto nos marcan los descubrimientos de la adolescencia? ¿Cómo influye el lugar en que nos críamos en la formación de nuestra sensibilidad? Pablo Toblli recuerda sus años viviendo en el barrio El Bosque de la ciudad de Tucumán y nos ofrece una pintura de cómo discurre la vida en sus calles y junto a su gente.
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Es posible que uno conozca de verdad un solo barrio en toda su vida y sin embargo tenga la sensación de haber visto el mundo entero a través de él, de no necesitar mucho más que aquello que ese lugar nos dio, esa sensación de ostracismo feliz, de unidad inquebrantable que subyace. Y es porque ese barrio está investido con un tiempo de descubrimiento de lo esencial de la existencia propia.
Quizá el barrio El Bosque sea el mejor lugar para crecer, para encontrar lo primordial, plantearse quién quiere ser uno en la vida y sufrir en ese proceso. Sus veredas y esquinas trazan el itinerario ideal para un adolescente, porque sus calles son como preguntas, su gente está como arrancada del mundo; se sienten ahí los silencios, las bocanadas de aire, los suspiros: cierto mapa de la melancolía necesaria para vivir y encontrarse se imprime en el aire.
Es difícil saber si la gente que habita el barrio tiene todavía alguna esperanza o si la perdió toda, y ya vive una especie de triste-alegría eterna en esas casas de comienzos de siglo XX -las más antiguas- o de mediados de los años 80s. Un barrio que tiene más gatos que perros; donde seguro las familias son más disfuncionales que en Yerba Buena o en el Centro.
A medida que penetrás El Bosque duro, por calles como la Alberti o la Juan José Paso, dejan de haber drugstores con sillas y sólo quedan despensas con locales grandes y heladeras horizontales; o kioscos con carteles que dicen “Mocoretá” o simplemente “Kiosco”, en donde venden cigarrillos y galletas baratas y en los que si pedís una bebida te la traen de adentro porque la heladera del kiosco la usan también en la casa del dueño. Un club –Central norte- que vivió su época de gloria en el pasado. Era uno de los tres clubes más importantes de la provincia y tenía el tercer mejor estadio. Esto último sigue siendo así, pero la cancha les queda muy grande a los hinchas que quedaron para llenarla, porque la mayoría ya murió, junto con esa época.
Como los personajes de Raymond Carver, que hablan poco y hacen menos, y uno no sabe si es porque encontraron la clave de todo o porque ya todo les da lo mismo; o vislumbraron alguna laguna apacible en la que pueden preguntarse por lo fundamental y ser más sustractivos con sus vidas. Así los habitantes de barrio El Bosque parecen vivir apartados del decoroso e insensible rio de la ciudad que ya los defraudó y con el que ya ni discuten.
El Bosque tiene una carga sutil: está a apenas 20 minutos del Centro, a paso de flâneur, pero lo suficientemente apartado para ser indiferente al ruido y al trajín. En el barrio uno aún puede caminar sintiendo la propia respiración o escuchar el maullido de un gato perdido. Uno cruza la Avenida Mitre y los rostros empiezan a ser más vueltos hacia adentro, la gente anda con ropa menos aparatosa, menos de moda, y cuando llueve este matiz de suspenso y sordidez se marca todavía más.
Quizá cueste encontrar un barrio más emblemático de la clase media tucumana. El Bosque es como un barrio de otra época del país, de cuando la clase media argentina era más una realidad. Familias trabajadoras que mandaban a sus hijos a algún colegio privado creyendo que eso era brindarles una buena educación, pensando que así los hacían salir un poquito de su frágil estrato social y les abrían las puertas a un posible mejor futuro.
Con mi grupo de amigos caminábamos mucho esas calles. Era la forma de llegar a los lugares. No nos resultaba fácil tener unos pesos en el bolsillo y lo poco que juntábamos lo gastábamos en discos de rock. Pasar la vía de la San Juan y Marco Avellaneda hacia el centro era entrar en el mundo “real”, el de los demás, pero nosotros la atravesábamos a pie y eso nos daba cierto poder y nos diferenciaba. Ir a todos los lugares así era como un arma que habíamos adquirido: a cualquier sitio es posible llegar si se camina lo suficiente. No nos cansábamos ni nos quejábamos por hacerlo. Teníamos la sensación de que nada nos quedada tan lejos. En ese sentido también, el nuestro era un barrio que honraba un ideal de nuestra clase: era un lugar muy acorde para pensar que todo era posible y que solo dependía de nosotros.
Uno de mi mejores amigos y yo nos criamos en el barrio. Además fuimos compañeros del colegio secundario y aliados de esas largas camintas. Hablábamos mucho de rock en esa época. Todavía soñábamos con tener una banda y cuando nos juntábamos en su casa o en la mía compartiamos “letras” que habíamos escrito. No les llamábamos poemas, ni textos o escritos. Eran letras que no tenían música aún: canciones en potencia.
Recuerdo una vez que mi abuela se fue de viaje y me dejó su departamento -que estaba en los lindes de nuestro barrio con el Barrio Norte- para que lo cuidara. No se me ocurrió hacer una fiesta esa vez. Le dije a mi amigo que tenía un lugar para pasar el rato. Lo importante en ese momento era hablar de letras, propias y ajenas, escuchar canciones “profundas” y creer que así enfrentábamos los avatares de la vida de una manera diferente al resto. Era como si la energía pura de la adolescencia confabulaba con el barrio y construía una cofradía inquebrantable que nos haría saber para siempre cómo franquear el paso para la gesta esencial.
Fotos: Mariano Roldán Zanotta.