A casi un año de su última presentación, García volvió con un show inolvidable.
Charly abrió ayer con “Instituciones”, un tema de hace 44 años. Todos cantamos. Seguimos con “Cerca de la Revolución”, que salió a la luz diez años después (1984), y de ahí enganchó “La máquina de ser feliz”, un himno editado el año pasado. Todo el mundo lo cantó, también. Es increíble que el genio nunca en su puta vida haya dejado de producir. Que hasta el día de hoy siga componiendo clásicos.
Después del primer tema, Charly se presentó con una sola palabra: “rock”. Estaba de saco negro y con sombrero, y toda la banda usaba batas blancas. Eso me hizo acordar a Bob Dylan. Atrás se destacaba la Torre de Tesla, el núcleo temático del show. Una estructura metálica rodeada de los rayos que proyectaban las pantallas. Luego, a lo largo de la presentación, irían sucediéndose allí clips de las películas que obsesionan a García: King Kong, El Resplandor, The Producers, etc. En “Lluvia”, el genio le hizo lugar en el piano a Rosario Ortega. Una belleza esa canción, del reciente Random.
La banda sonaba de la puta madre, y la voz de Charly, ronca pero afinada, llenaba el Coliseo. El sonido era excelente, y yo no lo podía creer. Cuando largó “Reloj de plastilina” y “Yendo de la cama al living”, me puse a pensar en lo increíble de estar escuchando esas canciones interpretadas por su autor. Que temas tan emblemáticos no sean covers, que sea Charly de verdad. Historia viva por parte de un artista que jamás dejó de hacer lo que sabe: música.
Charly habló muy poco. Le hizo un cacho de bullying al Zorrito Quintiero, y celebró la “civilización” del público. También nos contó sobre una vecina de Santa Fe y Coronel Díaz cuyas quejas inspiraron “Rivalidad”. Antes del intervalo, y luego de una versión preciosa y melancólica de “Promesas sobre el bidet”, sonó “Demoliendo hoteles” con una furia inesperada. Ya había quedado claro que íbamos a cantar todos los temas a los gritos y que nadie pensaba sentarse en su lugar.
El público lloraba. Saltaba. Se abrazaba. La amiga con la que fui gritó un par de veces: “Soy yo, Charly, he venido”. Atrás nuestro sacaron a un chango probablemente pasado de rosca y al borde del desmayo. Yo estaba profundamente emocionado y aplaudía con rabia. Como tantos ahí y en todos lados, fui marcado por la música de García desde la más tierna infancia. Es mi artista favorito, el más grande de todos para mí, y estaba ahí, en vivo, a pesar de que lo hayan dado por muerto tantas veces. Un veterano de mil batallas.
La vuelta del intervalo fue un delirio. Abrió con “Los dinosaurios”, con una notebook al lado que iba pasándole la letra. Charly no idealiza sus temas ni tiene una actitud solemne hacia su obra. Esos somos nosotros. Por eso era la única persona presente que podía necesitar que le refresquen esos versos. De ahí subió los decibeles, y ya nadie pudo dejar de bailar. Tocó “No importa” en una versión aplastante, quizá lo mejor del show, y enganchó con “Funky” para recordarle a Bruno Mars quién manda.
Luego quiso cerrar, pero el Zorrito logró convencerlo para que toquen un último tema: “Pecado mortal” (“Nos siguen pegando abajo”, en la versión censurada). Fue un bombazo absoluto, y cayó el telón. A Charly lo alzaron dos plomos y se lo llevaron así, a cuestas. Increíble que un tipo que debe ser cargado por su delicada salud haya podido dar, minutos antes, semejante clase de rock, pop y funk.
Los 1700 presentes nos quedamos ahí por lo menos media hora más, primero esperando la vuelta de la banda y luego cantando canciones entre todos. Gente de por lo menos tres generaciones compartiendo un momento hermoso. El genio no volvió a subir al escenario, pero el nivel del show y la seriedad con la que tocó me transmiten esperanzas. Creo que tenemos Charly para rato.