La Argentina del 2016 está atravesando una crisis económica, y aún así el gobierno de Mauricio Macri no termina de abandonar la fiebre del optimismo. Sus pasos en falso y sus contradicciones, más que conflictos entre gestores profesionales, se parecen a los síntomas de un neurótico que intenta convencerse de que puede manejar los problemas sin ponerse nervioso mientras todos sus amigos le ven la camisa empapada. El desempleo creció y la inflación es un fenómeno que presenta cada vez más dificultades. Macri se muestra preocupado por estas vicisitudes, pero no es suficiente. Su preocupación deberá empezar a dar más resultados: para ello el pueblo lo eligió. Es ésa la vara de sus éxitos y fracasos, y el criterio que al final de cuentas decidirá el destino de su gestión.
En un escenario semejante, el acto del FpV organizado en Comodoro Py el miércoles de la semana pasada no puede sino asombrarnos. La manifestación política más grande que protagonizó esta fuerza desde que dejó el poder no tuvo en la práctica nada que ver con las circunstancias económicas que asfixian a la clase trabajadora, a pesar de que aquellas se hayan invocado. Se trató, en cambio, de una nueva herramienta de protesta llamada “acompañamiento”: según parece, Cristina Kirchner precisaba de esta innovación militante a la hora de declarar en la causa por el dólar futuro. Es un raro privilegio: la mayoría de los argentinos enfrentamos ese tipo de instancias en la más absoluta soledad, asistidos a lo sumo por un abogado mejor o peor preparado.
En los años de su gobierno, nos acostumbramos a escuchar que cualquier manifestación popular que no respondía a un pliego preciso y coherente de reivindicaciones era “genérica” o, directamente, propia de gente que no sabe de qué quejarse. De uno u otro modo, era la excusa perfecta para considerar que, a pesar de detentar el poder, los jerarcas K no tenían por qué responder a los reclamos de gente que simplemente estaba descontenta. Ahora el kirchnerismo dio otro paso en la creatividad contestataria: marcharon, cortaron calles, agredieron a periodistas y no reclamaron nada demasiado concreto. ¿Qué fueron a hacer? ¿Por qué salieron a la calle? ¿Ellos lo saben? Vale la pena detenerse en estas cuestiones.
En el juzgado de Bonadio, Cristina tenía que responder por qué su administración vendió a diez lo que valía quince, con un saldo negativo de setenta y un mil millones de pesos. Había sido llamada a explicar las razones de esa horrible transferencia de ingresos hacia los especuladores financieros nacionales, incluyendo miembros del actual gobierno, y –principalmente- internacionales. La ex presidenta no sólo no explicó nada de eso, sino que ni siquiera consideró que debía usar la palabra frente a los funcionarios judiciales. ¿Por qué habría de hacerlo ahora luego de ocho años de no responder ante nadie?
Su militancia se entregó a la fiesta del retorno, tantas veces vaticinado en tan poco tiempo, y pudo deleitarse nuevamente con las construcciones retóricas de “la Jefa” luego de algunos meses de silencio. En este caso, la relación masa-líder es directa, sin intermediarios, y es –según nos dicen- un sentimiento “que no se puede explicar”. Algunos referentes del kirchnerismo, sin embargo, hicieron el esfuerzo de plasmar en palabras esta conexión tan misteriosa. Así, Luis D’Elía nos informó que “si Cristina queda detenida, se acaba la democracia”.
A los demás, sin embargo, no nos preocupó demasiado que el espectáculo de la militancia cruzara tan nítidamente los límites de la racionalidad. Por el contrario, amplios sectores de la sociedad (incluso críticos del anterior gobierno) vieron ese comportamiento como una maniobra más de genialidad política y hasta llegaron a interpretar que la citación le daría a la ex presidenta un escenario perfecto para sellar su impunidad, cuando es sabido que es ésta una de las causas que menos la preocupan. Hay un mundo de diferencia entre la ardua demostración de una asociación ilícita en esta operatoria del Banco Central, por dañina que haya sido, y la evidencia palpable de lavado que invade a cualquiera que se detiene a leer un poco sobre Hotesur S.A.
A casi todos los argentinos, incluidos algunos periodistas detestados por el kirchnerismo, nos pareció un detalle menor y poco interesante que, ya expirado el pacto de impunidad que dominó la década pasada, los poderosos estén bajando a los juzgados a responder por sus actos. Lamentablemente, la gran mayoría rescató de la visita de la ex presidenta tan sólo una cifra: el número de militantes que la sigue apoyando en la calle o en las redes sociales, esa nueva “calle”. Otros reclamaron represión y mano dura sin detenerse a pensar ni un segundo en las miles de personas que se hallaban ahí.
Es ésa la Argentina pos dos mil uno, en la que la “calle” manda y decide. En ese sentido, el acto del miércoles dejó en claro que, culturalmente hablando, el kirchnerismo jamás nos extrajo del pantano de esa crisis terrible. Así, las largas conjeturas sobre el número de asistentes no hicieron otra cosa que confirmar la profunda degradación que atraviesa el debate público. La importancia de que se investigue a un funcionario, como ha pasado recientemente con otras disputas, quedó eclipsada por nuestra fascinación “cuantitativa”. Incluso los medios críticos del FpV interpretaron que la masividad de la convocatoria fue un síntoma de fortaleza y vigencia por parte de Cristina Kirchner, mezclando los repudios protocolares con algún temor reverencial.
La ex presidenta colaboró con este clima. Su discurso adoleció de un subtexto cien por ciento antidemocrático. No basta la invocación de un presunto respeto a la voluntad popular cuando todos los paralelismos que trazó, al compararse con Perón e Yrigoyen, asimilaban la situación actual a una dictadura. Fue un modo rápido y eficiente de faltarle el respeto, al mismo tiempo, a las dos grandes tradiciones políticas de nuestro país. Yrigoyen fue apresado y recluido en condiciones inhumanas. Perón fue derrocado y partió al exilio. Ninguno de los dos pasó la noche en un lujoso piso de Recoleta.
Pero, de nuevo: ¿para qué fueron?
Si existiera un índice para evaluar a los líderes políticos en función de la cantidad de demócratas que ayudaron a forjar, pensamos que Cristina Fernández ocuparía un lugar más bien discreto (incluso por debajo de su marido). Hasta el autoritario y frívolo Carlos Menem se dejó convencer por Alfonsín de que una reforma de la Constitución debía hacerse con verdadera seriedad, y así dio un paso importante (queriéndolo o no) hacia la creación de mentes permeables a creer en un sistema legal, siquiera sea porque éste es capaz de autocriticarse y renovarse. Muchos juristas consideran que la de 1994 fue la única reforma constitucional argentina que se discutió y promulgó en un aceptable clima de debate democrático. El resultado, además, fue una Carta Magna que, aun recibiendo críticas legítimas, es de primer nivel.
Cristina Kirchner legó a la sociedad argentina, en cambio, su “calle” (real o virtual): una multitud de jóvenes y no tan jóvenes que no tienen nada que pedirle a la democracia, nada que exigirle al Estado de derecho, nada que esperar del sistema legal. La convocatoria puso en evidencia que, en lugar de todo ello, prefieren que les cuenten historias. Mostró una gran sed de sentido, de narración. Y nos referimos no sólo a los componentes emotivos que todo proceso político activa en sus protagonistas, sino a la manera en que este relato de héroes populares perseguidos por pérfidas corporaciones terminó reemplazando cualquier discusión concreta sobre los asuntos públicos.
La dinámica ritual del episodio, lejos de ocultarse, fue celebrada por la militancia, que vivió una verdadera catarsis frente a los Tribunales y en las redes sociales. No hay modo de entender esta transfiguración de una indagatoria en un “retorno triunfal” más que suponiendo que para una porción de la población argentina la política dejó de ser una instancia relacionada con la gestión de recursos, la administración del trabajo u otras preocupaciones propias del Estado, y se ha convertido principalmente en una forma de mostrar “fuerza” y construir fábulas.
El populismo de derecha es similar. También reemplaza los grises actos administrativos por gestas épicas. Un triste ejemplo, en Estados Unidos, halla al principal candidato a la nominación republicana prometiendo la edificación de un muro arquitectónicamente fantasioso, económicamente inviable y humanamente nefasto entre su país y México. Se trata, entonces, de componer una ficción lo suficientemente sencilla como para acomodar a todo el mundo. Borges ya advirtió, con su Tlön, cuán preparada está la mente humana para absorber esas simetrías del pensamiento.
¿Qué pasaría si entendiéramos a la función pública desde otra perspectiva? Con un poco de imaginación y otro tanto de sano pesimismo, la democracia también puede pensarse como un sistema de optimización y legitimación de decisiones. Sus operadores no serían, entonces, héroes, villanos o mártires, sino personas de carne y hueso. Si el sistema es bueno, ni siquiera hace falta que sean particularmente virtuosos. El control de los demás nos permitiría superar, en gran medida, la necesidad de demasiadas buenas intenciones.
Sucede que esta óptica es un tanto “aburrida”. Así, aunque nos jactemos hasta el cansancio de formar parte de una generación que “recuperó” la política, las pruebas no hacen otra cosa que contradecirnos. Hablamos de política en términos religiosos, literarios y, en algunos casos, hasta militares. Y, mientras repetimos consignas grandilocuentes, los aburridos asuntos públicos siguen siendo manejados por otros. No tenemos forma de influir en ellos porque ni siquiera manejamos el lenguaje necesario.
Algo similar le ocurre a los políticos y periodistas que pidieron represión policial contra los militantes de La Cámpora. Aunque quiera disfrazarse de exigencia institucional, ese pedido en el fondo funciona en la misma lógica horrible de la “fuerza” callejera transmutada en choque discursivo. Es afortunado que el gobierno no haya optado por esta alternativa. Una actitud más dura el miércoles pasado habría satisfecho el esquema de “justicia” de muchos sectores, pero también habría derramado sangre, comprometiendo derechos de primer orden. No es un detalle menor: todo lo contrario.
Juan B. Alberdi, el padre de nuestro sistema constitucional, pensaba que para el buen funcionamiento de las democracias era indispensable la existencia de demócratas. Con esto quería decir que, además de una construcción legal y de funcionarios elegidos por el pueblo, el gobierno de la leyes necesitaba de ciudadanos de a pie que crean en él, que crean que es mejor que las formas de soberanía personalistas y opacas. El sistema democrático puede ser criticado, moderado y mejorado a través de la participación del conjunto de la sociedad. Las instituciones existen para facilitar ese diálogo, pensaba Alberdi, pero no son suficientes por sí mismas. Que los ciudadanos hablen el idioma de los asuntos públicos es una condición ineludible para que esta conversación se lleve a cabo.
Colaborar con la vigencia (y la posible mejora) del sistema democrático requerirá de nosotros que abandonemos algunos grandes relatos. También nos exigirá que no alentemos nuevas batallas, ya sean virtuales o callejeras. Hay muchas cosas para ganar cuando se renuncia a estos privilegios pseudo-democráticos. A una de ellas estamos empezando a presenciarla en tiempo real: la obligación de los poderosos de rendir cuentas por sus actos de gobierno. Esperemos que funcione como punto de partida en la estimulación de mentes más permeables a la democracia, y que deje de fascinar a los especialistas del cálculo callejero.
Horacio Baca Amenábar es abogado. Manuel Martínez Novillo (h) es licenciado en filosofía.
Imágenes: Valentina Becker.
1 Comment
Los carpetazos judiciales y mediaticos recibidos por los principales referentes del FPV, dejaron sin enunciadores a un relato que habia tenido miles de interlocutores en los ultimos anos. El video de Lopez revoleando bolsos a un convento de monjas en plena madrugada termino de hacer el trabajo.