¿Qué nos dejó la corrupción estructural del kirchnerismo? ¿Por qué algunos aún se oponen a reconocer y discutir su magnitud? Esteban Piliponsky se pregunta cuál es la estrategia detrás de este discurso, y la compara con otras posturas negacionistas que padecimos en la historia argentina.
El kirchnerista fue el gobierno más corrupto desde la vuelta de la democracia y, sin ánimo de hacer un ranking exhaustivo, uno de los más corruptos de la historia del país (una ponderación siempre intuitiva frente a la falencia de estudios rigurosos, como consecuencia de nuestra escasa capacidad de escribir la historia propia, sumada a las dificultades frente al desierto documental). El robo del Modelo a las arcas del Estado se extendió a varios niveles de la sociedad y se convirtió en la lógica política del régimen. Pero lejos de generar una “redistribución” mediante las sucesivas malversaciones, como algunos de sus adalides pretendieron y aún pretenden esbozar, fue la primera línea del gobierno la que tomó por asalto el tesoro público con un ímpetu que era inédito hasta hoy.
Existen numerosos trabajos que documentan esta afirmación, como La piñata de Hugo Alcanada Mon y el Yo acuso de Margarita Stolbizer, a los que deben sumarse los informes periodísticos de Nicolás Wiñazki y Jorge Lanata, o las propias causas judiciales abiertas contra la ex presidenta y sus testaferros, entre muchos otros ejemplos.
Pero quien esté convencido de la falsedad de las acusaciones contra los jerarcas kirchneristas no cambiará de idea con estas pocas líneas ni seguramente lo haga leyendo, si es que realmente se toma el trabajo, la entera bibliografía recién aludida. O, en el mejor de los casos, esta cuestión le parecerá superflua e insignificante a la hora de hacer un balance de los doce años del gobierno K. Aunque este artículo no es para ellos, habla de alguna forma de ellos.
Mi idea es tratar de ver brevemente cómo empieza a engendrarse la batalla por la memoria respecto de lo que fue la llamada “década ganada” -o robada-. En primer lugar sugiero para caracterizar al régimen K el concepto de corrupción de Estado, es decir, la construcción y puesta en marcha de todo el aparato estatal en función del saqueo de las arcas públicas. Un saqueo realizado de innumerables formas, desde el sencillo y común sobreprecio en toda obra estatal hasta la prostitución de entidades como las cooperativas, nombre apócrifo que se usó para describir organizaciones piramidales donde cada nivel dentellaba una parte de lo que correspondía a los obreros o a la tarea que se debía realizar.
Naturalmente la idea alude al terrorismo de Estado. Son indudables las diferencias entre la violencia política y la corrupción, que -a pesar de generar indirectamente víctimas fatales- jamás puede ser asemejada con aquella. Tampoco puede equipararse una dictadura militar, como la que aplicó el terrorismo de Estado en el país entre 1976 y 1983 (aunque éste haya comenzado a funcionar ya en 1974), con un gobierno constitucional elegido por el voto popular. Pero una vez salvadas las diferencias, las experiencias históricas más traumáticas -como el Proceso- no deben interpretarse como sucesos inconmensurables, sino por el contrario como ejemplos extremos que pueden ser comparados con cualquier otro momento que así lo amerite.
En ese sentido, los principales autores del terrorismo de Estado en Argentina y sus defensores, como ha sucedido en otros regímenes análogos, han intentado generar una fuerte corriente negacionista de sus principales crímenes. Algo similar es lo que intenta hacer el kirchnerismo con su inmenso sistema delictivo. Los argumentos y las estrategias en ambos casos tienen similitudes y pueden ser cotejados.
En primer lugar el objetivo es lograr que lo sucedido no se discuta. El famoso pedido de dar vuelta la página y mirar hacia adelante. En el caso militar, esta estrategia se vinculaba con la “reconciliación”, es decir, la política de olvido y desmemoria. El kirchnerismo, por su parte, postula una verdad cuyas connotaciones son discutible, al enfatizar que su gobierno ya pasó. Así, señala que el problema es ahora, el gobierno de hoy. El objetivo es el mismo: evitar cualquier debate, negando la real dimensión y el gran aumento cuantitativo -y por ende inevitablemente cualitativo- de lo realizado. La violencia en un caso, la corrupción en el otro.
Pero cuando las circunstancias concretas detrás de estos discursos toman un carácter público innegable, comienzan entonces las imposibles justificaciones. La primera es la del exceso: ante los aberrantes crímenes de la dictadura que comenzaban a ser masivamente conocidos, entre los que resaltan el robo de bebés a mujeres que daban a luz en cautiverio o los vuelos de la muerte donde seres humanos eran arrojados al río, los ideólogos del terror respondían: fueron sólo excepciones. Lo propio hace el kirchnerismo frente a las pornográficas escenas de sus testaferros contando toneladas de dólares o las imágenes del surrealista López revoleando bolsas sobre la tapia de un convento.
El segundo de los argumentos intenta poner al régimen propio dentro de la normalidad de las formas de gobierno en el país. Se justifican así los crímenes de la última dictadura cívico-militar en una tradición del Estado argentino en la materia, donde todos sus antecesores serían más o menos en igual medida violentos y autoritarios. Es entonces el contexto de legitimidad de la violencia política lo que “redimiría” a la junta militar de ser considerara algo diferente al resto de la historia en estas latitudes.
Montada en esa lógica, la intelectualidad kirchnerista reconoce en los debates privados -e incluso en algunas declaraciones públicas- que su gobierno habría encarnado la mejor versión del histórico paradigma “roban pero hacen”. Se guarecen en la idea de que todos los gobiernos son corruptos.
En esta materia los defensores acérrimos del Modelo tuvieron un gran maestro del cual han buscado despegarse pero que acompañaron, compartiendo además la misma bandera partidaria: el menemismo. La superación del alumno por el maestro tiene seguramente relación con el contexto macroeconómico nacional e internacional: hubo más para robar ahora que entonces. De todos modos quizás también deba entenderse esta evolución a partir de la acumulación de poder, de la experiencia delictiva y de la extensión de los límites de la impunidad.
Provincias, municipios, sindicatos, funcionarios judiciales y otros espacios estratégicos del Estado y la sociedad civil se mantuvieron en manos del peronismo durante gran parte de las tres décadas de democracia que llevamos hasta aquí. En algunos casos ese dominio fue ininterrumpido, circunscribiéndose incluso a los mismos nombres o sus familiares directos. Una importante porción de ese aparato fue económicamente cooptado por el matrimonio patagónico, aunque de todos modos lograron que la mayor tajada sea embolsada (literalmente) por quienes manejaban el ejecutivo nacional. Los Kirchner se diferencian de Menem por haber tenido más experiencia y más poder.
Finalmente aparece un último lugar común, según el cual “cada pueblo tiene los gobernantes que se merece”. Aunque la expresión nació en un contexto que no detallaremos aquí, aquella metáfora que aludía a que los argentinos llevamos dentro un enano fascista iba en ese sentido ¿Qué se podía esperar de la dictadura del ’76, si en el fondo todos éramos autoritarios, intolerantes y violentos? Otro tanto surge de las discusiones de café sobre los últimos doce años de gobierno. Aparecen entonces los innumerables ejemplos de ventajismos inmorales que solemos realizar. “Aquí no se respetan ni los semáforos”, es uno de mis favoritos.
Este argumento es complejo, ya que tiene su cuota de verdad. Los gobiernos nacen de la sociedad. Pero la violencia, la violación de las leyes, el robo y su consecuente impunidad vienen desde arriba. Es ahí donde se marcan los límites, la pauta. Se trata de ponderar culpabilidades y allí es el Estado quien carga con la máxima responsabilidad.
El esclarecimiento de la enorme corrupción de Estado de la que fue víctima el país, como sus consecuencias, no son cuestiones de corto plazo. La verdad y la justicia tomarán su tiempo. Lejos de apurarnos por dar vuelta la página, debemos abocarnos a analizar estos últimos años, con su tremendo costo económico y social. Es una reflexión que la sociedad debe dar en conjunto. Todo ello, claro, si pretendemos no repetir o hasta empeorar un poco más nuestra historia.
El autor de esta nota -investigador y docente universitario de la carrera de Historia- desea expresar un especial agradecimiento a sus colegas Roberto Pucci e Iris Schkolnik por sus comentarios y sugerencias.
Imágenes: Eduardo Mopty Seguí.