El tenista argentino volvió a la final del US Open en 2018 nueve años después. Jugó el mejor tenis que se puede jugar. Tan sólo erró un par de pelotas que no debía errar, y contra algunos jugadores (como Djokovic) eso es suficiente para perder. Pero, como ya nos tiene acostumbrados, el tandilense nos dejó varias enseñanzas sobre el deporte, los deseos y los límites. Aquí una reflexión personal sobre algunas de ellas.
Las limitaciones personales me acechan permanentemente. Como a todas las personas, supongo. Por la naturaleza de aquello a lo que me dedico, son las intelectuales las que me preocupan más y las que combato con más ahínco.
Hace dos o tres años que intento ser más conciso y directo al hablar en público. Amigos y familiares me hicieron notar que incluso en charlas informales tendía a divagar y tardaba mucho en llegar al punto principal cuando explicaba una idea. Yo mismo lo sentí más tarde al dar algunas pocas charlas o clases universitarias. Desde entonces lo tomé más en serio.
Ahora cuando me preparo para hacer exposiciones, además de escribir todo lo que voy a decir, hago versiones de las ideas principales lo más claras y sucintas posibles, e intento empezar por ellas. Pero recientemente apareció una nueva versión de este límite. Es la que me acompaña desde que estoy en Nueva York, donde vivo transitoriamente desde hace un año. Cuando tengo que usar la palabra para participar en mis clases de posgrado, el nerviosismo y el idioma inglés me hacen poco profundo y repetitivo.
No es nada grave. En concreto, tan sólo frustra el deseo vano de ser una persona interesante durante las sesiones. En las cosas que importan me va bien. Y sigo trabajando en las limitaciones, como los demás.
Juan Martín del Potro, por ejemplo, tuvo dos semanas majestuosas de tenis en esta misma ciudad y apenas se quedó corto en el partido final contra Novak Djokovic. Pero en las múltiples conferencias de prensa que dio en inglés estuvo más bien poco interesante y dijo varias veces lo mismo. Como yo. Tampoco es nada grave. Es un genio del tenis. Y cuando habla en español, por otro lado, se nota que es una persona amena y profunda.
Quiero destacar dos aspectos de su forma de hablar. En primer lugar, lo hace con una honestidad poco común en las figuras públicas argentinas, tanto cuando habla del juego como cuando cuenta cosas triviales (“Lo único que quiero ahora es que mis padres me malcríen un poco”, dijo al llegar a Buenos Aires después de la final). En segundo lugar, tiene una mezcla singular de humildad y coraje al momento de referirse a los desafíos de su profesión (y de su vida), cuya dificultad nunca menosprecia, pero frente a los cuales jamás se victimiza.
En la última conferencia, después de la derrota, estuvo más suelto. Habló agudamente de las cualidades de Djokovic. Fue claro respecto de su táctica para el duelo y de las razones que la hicieron fallar. Pero aceptó además que la derrota había sido dura para él. Dio a entender que, a pesar de haber jugado un gran torneo, el tenis ese día era algo muy triste.
Dijo también que casi no había podido dejar de llorar desde que soltó las primeras lágrimas todavía en la cancha, justo después de saludarse con el campeón. Las cámaras tomaron ese momento: Juan Martín se sentó, tomó una toalla y se tapó la cara con apuro. Al segundo siguiente, vimos cómo el cuerpo de ese gigante sufría un espasmo repentino. Su espalda se encorvó con violencia y su rostro se enterró en la toalla.
La imagen de ese hombre, duro como un roble, perdiendo por un segundo el control de su físico, como si hubiera sido una descarga eléctrica y no la tristeza lo que lo sacudía, fue profundamente impactante. Después vimos los ojos entrecerrados y rojos de Del Potro. Lejos de la Argentina, solo en una habitación en Brooklyn, yo también lloré desconsoladamente unos segundos. Es algo que nunca me había ocurrido antes con el deporte.
Juan Martín es apenas unos meses menor que yo. Cumplirá el 23 de septiembre los treinta que yo tengo desde enero. Cuando ganó el US Open 2009 tampoco había llegado a los veintiuno que yo ya llevaba encima. Esa final contra Federer la vi en el living de la casa de mi madre. El partido parecía imposible. Federer había ganado el US Open cinco veces seguidas. Pero Del Potro quebró el saque del suizo por segunda vez en el quinto set e hizo lo que no se podía.
Del Potro llegó a la cima en 2009. Pero unos meses después tuvo una lesión en la muñeca derecha. Dejó de jugar por casi un año y perdió todos los puntos que había ganado en 2009. Le sobrevinieron una operación quirúrgica y una larga rehabilitación, y regresó a los primeros puestos en menos de dos años de competición.
Esa proeza Juan Martín la tuvo que hacer una vez más, entera, lidiando con la otra muñeca. Se fue y regresó de nuevo en 2016 para ganar la Copa Davis con Argentina y ser el jugador que es hasta el día de hoy. Los detalles de la historia pueden leerse en miles de publicaciones en estos días (incluso yo mismo la conté en una nota sobre él que escribí aquí el año pasado).
Nunca dejé de seguirlo en todo ese tiempo en el que iba y volvía de la competencia. Lo vi arrebatarle la medalla de bronce a Djokovic en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, y perder al año siguiente con el serbio una semifinal maravillosa en el césped de Wimbledon. Participó de las dos finales de Copa Davis perdidas contra España, primero en Mar del Plata (2008) y luego en Sevilla (2011), que llamaron la atención del público argentino.
Recibió críticas injustas sobre su dedicación e interés en el torneo de equipos. Me acuerdo de tener que defenderlo agriamente ante gente que no había visto nunca un partido de tenis entero, y decía de él el peor insulto (y el más horriblemente idiosincrático) que un argentino puede proferir de un deportista: que, por el hecho de perder, una persona no tiene “huevos” o es un “pecho frío”.
Durante esos años yo era un alumno de filosofía en la Universidad Nacional de Tucumán y un aspirante a escritor (esto último es algo que nunca pude dejar de ser). Recibirme me llevó más tiempo del que hubiera querido, pero creo que hice una buena carrera. Y, al cabo, también logré completar dos libros de poesía: uno inmaduro pero honesto, y otro que tiene algunas páginas decentes.
En este año 2018 Juan Martín del Potro y yo estuvimos en la misma ciudad por unas semanas. Él jugó el mejor tenis que se puede jugar. Sólo erró un par de pelotas que no debía errar en el segundo set de la final, pero contra algunos jugadores eso es suficiente para perder. Yo, después de varias vueltas, me convertí en un esforzado estudiante de posgrado en Ciencia Política en la Universidad de Nueva York. Algunos días pienso que estoy haciendo lo más importante que hice en mi vida; otros me siento un perpetuo aprendiz que no se decide a hacer una cosa bien y que apenas sabe muy poco de muchas.
Pero las nuestras no son vidas paralelas en absoluto: nada en mi vida tiene una versión en la suya y viceversa. Este texto no se trata de eso. Es solamente la única forma en la que puedo hablar de esto ahora.
El fin de semana anterior al comienzo de este último US Open, Juan Martín fue a ver a Bruce Springsteen en un teatro en Broadway. En la lista de temas que Springsteen tocó ese día estaba el clásico “Thunder Road”. En esta canción, un hombre le dice a su mujer que puede “gastar el verano rogando/ para que un salvador salga de estas calles/ Ahora bien, yo no soy ningún héroe, eso es claro/ Toda la redención que puedo ofrecerte, nena, está en este sucio barrio/ pero con la oportunidad de hacerlo bueno de algún modo/ ¿Y qué más podemos hacer mientras tanto?”.
Quizás Juan Martín le haya prestado atención a esa letra esa noche, quizás no. Pero Del Potro, sin dudas, sabe (como Bruce) que mientras estamos aquí en este mundo, lo que único que podemos hacer es intentar algo bueno, algo mejor.
Siento que cifrado en esas palabras está el origen del llanto que este argentino de Tucumán compartió con el argentino de Tandil, a quien nunca conoció, pero con quien tiene en común (sin contar el amor por Springsteen), cuanto menos, la inhibición para hablar en inglés y la certeza de que esa cosa que te apasiona es la que te puede traer también los más intensos dolores.
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