Divulgación literaria argentina N°1: “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez

Doce cuentos de terror que no apelan a sucesos sobrenaturales para construir el relato, sino a problemáticas socioculturales argentinas como las desigualdades económicas, la homofobia, las desapariciones forzadas, el machismo, el maltrato infantil.

Mar. Henriquez 

Las cosas que perdimos en el fuego (2016), Mariana Enríquez. Anagrama, 200 págs.

De vez en cuando aparece alguna obra de la que me cuesta hablar, y no porque no haya mucho para decir sobre ella, sino porque me da miedo no poder estar a la altura de expresar las ideas que —presiento— la definen, miedo de no encontrar una forma original de comunicarles a los demás que he sido testigo de algo original en pleno siglo XXI.

Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) de Mariana Enríquez ya no es una novedad en el mundo editorial, de hecho, desde su publicación, la autora ha escrito una obra más: Éste es el mar (Literatura Random House) y, desde luego, tampoco puedo decir que esta nota pretenda descubrir un libro que haya pasado desapercibido por el ojo del público. La obra de Enríquez todavía sigue siendo vista “de tapa” y no “de lomo” sobre las estanterías.

Mariana Enríquez escribe cuentos de terror; doce de ellos componen este libro, y si bien las estructuras de los mismos poco varían de las pautas tradicionales dictadas y ejecutadas, hace casi dos siglos, por Edgar Allan Poe, es el contenido lo novedoso de la escritura de la autora argentina.

Enríquez construye terror apelando no a sucesos sobrenaturales ni a fantasía, sino a problemáticas socioculturales argentinas como las desigualdades económicas, la homofobia, las desapariciones forzadas, el machismo, el maltrato infantil. Enríquez, por momentos, parece no apuntar los recursos de su narrativa al miedo humano, sino a algo mucho más específico: al miedo burgués.

“El chico sucio”, por ejemplo, es el primer cuento de la obra y relata la vida de una joven que decide habitar en el peligroso barrio porteño de Constitución. Allí los desencadenantes del terror se materializan en posibles asaltos, ofrendas y ritos a San la Muerte, yonquis pobres y desnutridos que amenazan con el filo de una botella rota. Todo esto mientras las calles oscuras, abandonadas e inseguras de Constitución terminan de dar un aire gótico al relato.

En “Las cosas que perdimos en el fuego” —último cuento que da nombre al libro— un grupo de mujeres —autodenominadas Mujeres Ardientes— se empoderan y comienzan a incinerar a sus compañeras en hogueras. Todas las víctimas se ofrecen al fuego de manera voluntaria y, una vez quemadas, son llevadas a hospitales clandestinos donde se les aplican las curaciones. El objetivo final de estas prácticas incendiarias es puesto por la autora en boca de una de las Mujeres Ardientes que es entrevistada para la televisión: “Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego —y capaz que le pegan fuego al cliente también”.

Hasta aquí mis dos cuentos favoritos.

En Verde rojo anaranjado un joven pierde su interés en el mundo y se sumerge en la deep web, en Nada de carne sobre nosotras una chica se obsesiona con un esqueleto y comienza a dejar de comer, en Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo un padre trabaja como guía en un tour de famosos criminales de Buenos Aires mientras en sí mismo crecen los deseos de asesinar a su bebé, en La hostería dos adolescentes ejecutan una venganza escondiendo chorizos en los colchones de una hostería para que los mismos se pudran y suelten mal olor, pero los planes se frustran cuando… (Difícil explicar este cuento sin arruinarlo, mejor recomiendo fuertemente su lectura).

Y así como los grandes autores, a veces sin proponérselo, dejan impresos en sus escritos el espíritu de una época, Enríquez parece hacerlo con plena conciencia: escribe sobre la homofobia sin mencionarla, escribe sobre el machismo sin mencionarlo, escribe sobre la crisis económica y sociocultural argentina desde los recursos y la estructura clásica de los cuentos de terror.

El único reproche que puede hacérsele a este libro tal vez sea injusto. Es el mismo que solemos hacerle a un nuevo álbum de rock cuando dos o tres canciones nos enloquecen y, obnubilados,  decimos que las demás están de relleno. Pero lo cierto es que si bien hay cuentos en este libro que indudablemente marcan una diferencia sobre los demás, el resto de ellos también son buenos. Pero, claro: los otros son memorables.

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