En Ladrilleros, la narradora no necesita de grandes artilugios para contar una buena historia. Su obra es una suerte de opuesto a las de los escritores que enturbian el agua para simular profundidad. Almada encuentra tesoros en donde cualquier otra persona vería aburrimiento, rutinas o cotidianeidad. Toma situaciones y vidas sencillas y, a partir de ellas, toca puntos neurálgicos de la vida humana.
Ladrilleros (2013), Selva Almada. Mardulce, 232 págs.
Mucho se habla de la irrupción categórica en la escena literaria argentina de la escritora entrerriana Selva Almada a partir de (y gracias a) su novela El viento que arrasa (2012, Mardulce), pero poco se escucha acerca de Ladrilleros (Mardulce, también), obra que no sólo continúa el proyecto artístico de Almada, sino que representa una clara evolución en el trabajo escritural de la autora.
En mi consideración, éste es un indicio de una paradoja actual: la discusión literaria argentina parece tener horizontes cortos y visibles justo en el momento en el que nuevas narrativas argentinas eclosionan con vigor y, además, verdaderamente en un número sin precedentes.
Ladrilleros, sin andarme con rodeos, es un libro excelente. Y Selva Almada es una prodigio de la narración. No necesita de grandes artilugios para contar una buena historia y compone sus relatos a partir de una fuerte impronta de la oralidad. Podría considerársela, de hecho, como opuesta a los escritores que enturbian el agua para simular profundidad. Almada encuentra tesoros en donde cualquier otra persona vería aburrimiento, rutinas o cotidianeidad. Toma situaciones y vidas sencillas y, a partir de ellas, toca puntos neurálgicos de la vida humana. En resumidas cuentas, hace lo que hace un buen escritor: escribe el todo desde una de sus partes.
En este caso, Ladrilleros relata la historia de dos familias enfrentadas por las rencillas personales de sus pater familias y que culmina (en el inicio del libro) con el asesinato mutuo de dos de sus hijos: Marciano Miranda y Pajarito Tamai.
Toda la historia está contada de una manera episódica y no lineal y recuerda (por su estructura, temática y espacios) a la obra de Faulkner, pero también tiene elementos trágicos tomados de Romeo y Julieta de Shakespeare. Los Miranda y los Tamai son los Montesco y los Capuletos y, por consecuencia, su descendencia también se enamora, pero en este caso el amor es homosexual.
Pajarito Tamai (heredero directo de la hombría brutal y viciosa de su padre) se enamora del enemigo, Ángel Miranda. Y su hermano, Marciano Miranda (espejo total de Pajarito, pero de la otra familia) toma esta relación clandestina no sólo como una ofensa personal sino también como una ofensa patriarcal y termina matando a Pajarito en un parque de diversiones, pero Pajarito se defiende y mata también a Marciano. De este modo, mueren el mismo día (así como también habían nacido el mismo día) los más fieles y últimos representantes del odio interfamiliar.
Los hombres de Ladrilleros son violentos, borrachos, timberos y abandónicos, y las mujeres son poderosas porque, con trabajo y sacrificio, sacan adelante sus hogares a pesar de los vicios de sus hombres. Sin embargo, ellas tampoco le escapan al típico machismo estructural de los pequeños pueblos del interior argentino.
Selva Almada construye personajes complejos que no buscan agradar, sino la verosimilitud en sus determinadas circunstancias. Escribe una novela en las que sus protagonistas tienen un destino sellado por la ignorancia y la violencia y muestra, con esto, las consecuencias más crudas del patriarcado, pero, esta vez (como nota original), en el cuerpo y la vida de los hombres.