¿Cuál es el rol del Estado respecto del consumo de estupefacientes? ¿Alcanza con visitar las zonas más carenciadas, o es preciso también diseñar un plan educativo y cultural a largo plazo? Atilio Boggiatto y Manuel Martínez Novillo entrevistan a Alfredo Miroli, y ponen en juego estas cuestiones desde la figura ambigua del ex funcionario de la Secretaría de Prevención.

Luego de ocupar el cargo durante casi once años, el treinta de enero del 2014 Alfredo Miroli renunció a la Secretaría de Prevención y Asistencia de la Adicciones. La noticia se conoció al día siguiente y coincidió con la decisión del gobernador José Alperovich de derogar la polémica ley que limitaba desde el año 2006 las salidas nocturnas de los tucumanos hasta las cuatro de la mañana. Aunque Miroli no había propuesto esa ley ni había colaborado en su diseño, sí la había defendido y avalado públicamente desde el comienzo. El diario La Gaceta relacionó esa madrugada ambos hechos y concluyó que este decreto del Poder Ejecutivo había provocado su renuncia. Miroli no expuso entonces ni después sus razones: su misiva al gobernador decía que se trataba de una decisión indeclinable y que sus motivos eran personales.

La ventana indiscreta.

La ventana indiscreta.

Alfredo Miroli, un día de semana en su consultorio, nos dice que aún defiende la idea de un tope horario. Él prefiere las cinco y media porque los colectivos ya están andando y el sol está empezando a salir. Sin embargo, la derogación de esta ley no fue la razón de su alejamiento de la gestión de José Alperovich. Si bien piensa que la norma pudo haber sido una herramienta más en la prevención de las adicciones, también cree que terminó convirtiéndose en una medida policial sin mucho sentido.

Además de los motivos personales, pesó en la decisión de Miroli un profundo desacuerdo conceptual con las líneas de políticas preventivas que a partir del 2013 se empezaron a bajar desde los Gobiernos nacional y provincial. Desde la perspectiva oficial, la patología adictiva pasó a ser un problema exclusivo de las villas de emergencia, por lo que correspondía volcar todos los esfuerzos ahí. Son medidas pre-electorales, nos dice, campañas para juntar votos. Dar capacitaciones en las instituciones, charlas en los colegios, publicar libros científicos no da votos. “Pero si voy junto con el equipo, la prensa, hablo con las madres con pañuelo y llevo al cura de moda, ahí sí se consiguen votos”.

La Secretaría de Estado de Prevención y Asistencia de la Adicciones, nos cuenta Miroli, surgió como una dependencia técnico-científica más que como un organismo operativo que actúa directamente sobre la comunidad. Miroli no define a las adicciones como patologías infecciosas; para estas pueden existir remedios, pero no existe una vacuna para terminar con el deseo que nos vincula a ciertas cosas. Todos queremos prevenir el sida, pero poner en marcha un programa de prevención del consumo de drogas es un tema distinto. “Justamente, lo que queremos es atender pacientes cuya mayoría no quiere dejar de ser pacientes”. Entonces, ¿cómo se logra un programa de prevención? “Por el camino más difícil”, responde Miroli. “Se hace con un proceso educativo y cultural”.

Dos problemas distintos

Nosotros, como casi todos los tucumanos, conocimos a Alfredo Miroli a través de los spots publicitarios que circularon en los años noventa. Aquellos en los que el doctor conversaba con Fleco y Male, dos personajes pobremente animados. También sabíamos que daba charlas de concientización en los colegios de Tucumán. En el momento en que Miroli fue verdaderamente famoso en la provincia, nosotros éramos aún niños. La noción que nos quedó de su personalidad y de sus ideas estuvo muy marcada por esa temprana impresión. Hoy lo entrevistamos sobre su trabajo en el Estado, y nos sorprende darnos cuenta de que casi no hemos sabido de él en todos estos años de alperovichismo. Su celebridad fue repentina y fugaz, pero en el imaginario de nuestro circuito social permaneció como una figura decididamente cuestionada.

Nueva franquicia.

Nueva franquicia.

Miroli nos dice que desde una secretaría como la que él dirigía no se intenta prevenir el consumo directamente, porque el problema del tráfico de drogas sobrepasa ampliamente la responsabilidad de un proyecto de políticas preventivas. Hablando con él entendemos que para diagramar un plan de esas características es necesario reconocer que el consumo ocurrirá de uno u otro modo. Las vías de acceso a las drogas son muchas y diferentes, y la decisión de transitarlas es, en gran medida, personal.

El trabajo de Miroli en la Secretaría de Prevención comenzó a visibilizarse (y a ser puesto en tela de juicio) cuando trascendieron las pésimas condiciones sanitarias en las que se consumía el paco en la zona tucumana conocida como la Costanera. En este punto, Mirolli aún mantiene una opinión firme y polémica. El médico no piensa que el trabajo comunitario sea inútil, pero sí considera que hay un error grave en creer que la adicción se puede encontrar en un lugar, como si fuera posible un mapa de la drogadicción. Es cierto que los habitantes de las zonas carenciadas son más vulnerables al consumo, pero lo son en la misma medida en que son vulnerables a muchas otras problemáticas estructurales, como la desnutrición, la criminalización, el gatillo fácil y la falta de posibilidades.

La idea de Miroli es política y técnica a la vez. La prevención de las adicciones puede hacerse desde el Estado capacitando e informando a gran escala y en planes a largo plazo. La pobreza y la marginalidad, para él, no se resuelven combatiendo el consumo. Su opinión expresa una concepción bastante clara acerca de la función pública: la prevención de adicciones y la desigualdad social son dos problemas distintos, y el Estado debe encargarse de ambos. Miroli es un técnico especializado en tan solo una de ellos. De hecho, nos dice que no sabe cómo combatir la pobreza; lo que sí sabe es que no se lo hace hablando de drogas.

Patologías contagiosas

Nosotros también fuimos adolescentes un día y, como todos los adolescentes, anduvimos divagando por ahí. Nos tocó estar en una ronda y probar marihuana. El alcohol y los cigarrillos no eran tabú, y por eso el porro traía consigo una atracción especial. Como le ocurre a la mayoría, esa primera vez no nos hizo efecto alguno; terminamos emborrachándonos y yendo a una fiesta. En aquella etapa tuvimos el único intercambio personal con Miroli antes de entrevistarlo para esta nota.

Los padres de uno de nosotros, luego de haber encontrado un porro en una mochila, se preocuparon y pidieron una consulta con el doctor. Miroli habló con padre, madre e hijo juntos; habló él y casi no dejó hablar a los demás. La consulta duró media hora, y dedicó tan solo cinco minutos a la marihuana. Empleó el resto del tiempo para explicar con lujo de detalles los daños que producen las drogas duras. Habló de las vidas miserables a las que conducen y se empeñó en usar muchas veces la palabra “muerte”. El motivo de la visita había sido tan solo un porro. Lejos de concientizar a los padres (o de amplificar su alarma, lo que parecía ser su principal objetivo), Miroli en aquella ocasión apenas logró amargarlos. El día terminó con padres e hijo hablando de la situación, sin terminología científica ni ideología preventiva, y llegando a un entendimiento.

Fin de ciclo.

Fin de ciclo.

Sin dudas nosotros en esa época éramos errantes en nuestros deseos y decisiones, pero no éramos más errantes que el resto de las personas. Es difícil puntualizar las razones por las cuales llegamos al consumo, pero es probable que hayamos sentido que había una aventura allí. No creemos que todas las aventuras sean sanas, y con seguridad no lo son aquellas que involucran drogas. Hoy estamos seguros, sin embargo, de que la nuestra terminó bien, y también sabemos que la intervención de Miroli no nos ayudó en absoluto. El doctor, que recomendaba enfáticamente alejarse de los amigos (o “compañeros de riesgos”) y alarmaba al máximo a los padres, parecía incapaz de ver la posibilidad de que en nuestra historia ocurriera algo realmente bueno: que los jóvenes y los adultos se entendieran a través de un diálogo franco. Además, se mostraba como un hombre contradictorio. De repente, para él la adicción también podía ser una suerte de patología contagiosa y era preciso poner al “enfermo” en una cuarentena social, apartándolo de sus amigos y enemistándolo con sus progenitores.

Pedir el paraíso

Es probable que la obra maestra televisiva The Wire (2002-2008) haya dado en la tecla respecto del funcionamiento de los organismos públicos en las sociedades modernas y occidentales. Al retratar instituciones como la policía, la educación pública o los sindicatos obreros de la ciudad norteamericana de Baltimore, la serie muestra un límite a las políticas “avivadas” que fuerzan las estadísticas ordenando arrestos insignificantes o matriculando a la mayor cantidad de alumnos posible sólo para mejorar los números ministeriales. De este modo, The Wire expresa una idea acaso muy simple: no hay nada más conveniente tanto para un funcionario como para la sociedad que hacer las cosas en serio. Incluso a los “avivados” no les dura tanto la picardía; la realidad termina explotándoles en la cara de uno u otro modo.

Tercera base.

Tercera base.

Una parte esencial de entender la sociedad es entender que a la política no se le puede pedir el paraíso. Exigirle a una Secretaría de Prevención que acabe con el consumo de drogas es como esperar que exista una vacuna contra los deseos, algo de por sí aterrador. En ese sentido, nosotros no podemos sino ver a Alfredo Miroli como una figura sumamente ambigua, que sin darse cuenta expresa dos costados opuestos de esta problemática. Por un lado, es un médico que desde la autoridad del discurso científico reproduce muchas de las prácticas un tanto primitivas que estigmatizan y alienan al consumidor, y eso lo sabemos por experiencia propia. Pero, al mismo tiempo, sus posiciones con respecto al rol del Estado en materia de prevención son lo suficientemente razonables como para destacarse en un ambiente marcado por la demagogia y la falta de lucidez. Hay algo que nos queda en claro: identificar el consumo de estupefacientes como un asunto sectorial y exclusivo de las villas de emergencia, aunque suene lindo en boca de los especialistas en la corrección política, tiene muy poco sentido.

Colaboró en la realización de esta nota Horacio Baca Amenábar.

Imágenes: Pablo Masino.

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