El abuelo Quique y la maquinaria del deseo

¿Qué originó la movida en contra del spot mundialista de Carlos Dománico? ¿Cuál es la gran vergüenza que descubrió o creyó descubrir el periodista Lucas Carrasco en el pasado de este ex actor porno? Pedro Arturo Gómez repasa la polémica en torno al abuelo Quique, y se pregunta acerca de la relación entre pornografía, deseo y corrección política.

La pasión K arde en infatigables fuegos de amor y odio, una perpetua combustión de humores fundamentalistas que no dejan de agitarse. En esta danza de apologías y rechazos, los fervores del mundial de fútbol trajeron consigo -además de la exaltación nacionalista- una imprevisible aunque antigua leña para la hoguera: la pornografía. El episodio del abuelo Quique y sus antecedentes alcanzó irradiación viral, agregándole otro capítulo bizarro a las batallas culturales de la era kirchnerista. La historia es harto conocida: durante la transmisión de los partidos mundialistas por la TV Pública, el gobierno desplegó su aparato propagandístico, que incluía un spot del ANSES donde el personaje principal era el anciano en cuestión. Quique, enfundado en la camiseta de la selección argentina, le hablaba a su nieto de los logros de la “década ganada” con colorida fraseología futbolera. Pero como la cruzada anti K no descansa en sus vigilias y alertas, ocurrió que el periodista Lucas Carrasco, un bloggero ex kirchnerista (hoy un juramento, mañana una traición), con todo el fervor de los renegados, denunció que el tierno abuelo era en verdad “un actor porno que hace de un personaje que viola chicas menores, cuyos videos están subidos a muchos sitios pornográficos”.

Tiempo argentino.

Tiempo argentino.

El spot no tardó en desaparecer de la televisión y del sitio del gobierno en Youtube, con endebles explicaciones de funcionarios entre las cuales no faltó un dato “pintoresco”: el denunciado abuelo porno, Carlos Alberto Dománico, se había visto obligado a participar de este tipo de películas por lo mal que la había pasado durante la crisis de 2001. Otra probable parábola de los padecimientos que sufrieron los integrantes de la sociedad argentina en ese tiempo, rescatados ahora por la providencia K: el hombre, empujado por la crisis económica a hacer de actor porno, tiene ahora otra oportunidad actoral más dignificante de la mano del kirchnerismo. Pero Carrasco no lo leyó así. En cambio, sólo vio en Teatro genital –el filme del pornógrafo platense César Jones, donde Dománico despliega sin mucha gracia sus destrezas venéreas- esa mancha que se extiende desde el oscuro pasado del nono hasta los afanes propagandísticos del gobierno.

En la publicación de Carrasco, Dománico se diluye absorbido por sus personajes –el abuelo Quique, el pervertido Profesor Nalo Yepes- y por su alias actoral genitalista: “Scaramouche”. Por supuesto, las asociaciones son inevitables: el nombre del profesor Nalo está a medio camino entre el falo y lo malo, Scaramouche –espadachín de la literatura y el cine- es un pseudónimo cuyas reminiscencias apuntan hacia la habilidad con la… espada. Y para que no queden dudas acerca de las responsabilidades, Carrasco titula: “Presidencia contrató a un actor porno para una publicidad del mundial”. Inmediatamente después de describir cómo el abuelo Quique interviene en tríos, orgias y hasta (¡horror de horrores!) escenas homosexuales, el escrito concluye señalando que la vulgaridad y el cinismo del producto están a tono con “el grotesco publicitario de la señora presidente”. Venimos a enterarnos de que Cristina también los prefiere porno. Todo vale en esto de darle garrotazos a la estantería K.

Según informa la sinopsis, Teatro genital trata de Lucía, una joven periodista que en el curso de una investigación se adentra “en el escabroso inframundo del profesor Nalo Yepes y su extraño método de exploración sexual”, donde ella “acabará confrontando con la soterrada agitación de sus más postergados deseos”. Nada que se aparte de la ripiosa retórica del género, ni de su lógica temática. Amante del subrayado con trazo grueso, Carrasco coloca en su publicación, además del link al opus porno, otro spot del oficialismo que predica en contra de la explotación sexual de las mujeres, metiendo en el mismo paquete la pornografía, la trata y la prostitución. Hay que decir que a este mismo paquete se lo compraron quienes en las redes sociales abrieron fuego contra un gobierno que “habla en contra de la trata y, al mismo tiempo, emplea un actor porno para su propaganda”.

Marca de estilo.

Marca de estilo.

Tradicionalmente, las repulsas contra la pornografía provienen de dos plataformas: la moralista y la feminista, siendo el blanco más común el porno heterosexual. Mientras el moralismo se prodiga con igual énfasis contra las variantes lésbico-gay, las críticas a la subordinación femenina bajo el imperio masculino nada dicen acerca de la pornografía homo. Tampoco se pronuncian demasiado acerca del uso de porno hétero por parte de las lesbianas, ni examinan la superpoblación de pornografismo casero en la web donde no está claro qué cosificaciones y alienaciones se reproducen amparadas por lúbricos consentimientos ante la camarita de video. A pesar de que sus poderes para la perturbación y la indignación parecen menguados tras haber sido reconocida como otra forma de cultura, la pornografía vuelve a provocar “escándalo”, a contrapelo de las sesudas afirmaciones de Beatriz Sarlo quien no hace mucho señalaba –con esa propensión al diagnóstico absoluto- que “hoy todo indica que en el campo de la literatura, la pornografía es políticamente correcta y en el mercado audiovisual, una tendencia graciosa y hogareña». El periodista Carrasco, no empapado de convicciones culturalistas y sí de ira contra el gobierno, exhuma el expediente pornográfico reactivando su incorrección. Incorrectos también fueron los no pocos que se expresaron acerca del asunto exclamando “¡grande el abuelo Quique!”, varones automáticamente repudiables desde las conciencias feministas y antipatriarcales, repudio éste sí lleno de corrección política.

Es indudable el acierto de la crítica feminista que denuncia la hegemonía masculina, poder falocéntrico que hallaría su expresión mayúscula y más obscena en el porno hétero. Ni la indulgencia del culturalismo, ni las reivindicaciones esteticistas, ni su omnipresencia en la vida cotidiana de la era digital han sido suficientes para limar las aristas más punzantes de la pornografía, algo que se hace evidente no sólo en sus manifestaciones menos cool (violencia, zoofilia, excesos escatológicos…), sino también en una instrumentalidad como la que halla Carrasco al convertirla en otra piedra en su cascoteo contra la esfera K. Sin embargo, más allá de las agitaciones de esta función ad hoc y del afloramiento de un moralismo oportunista, persisten interrogantes acerca de otra pasión mucho más elemental que la pasión K. Se trata de la pasión erótica que halla, en las representaciones de la actividad sexual, un teatro del deseo en el fragor de los cuerpos, un fragor en cuyo seno pierde relevancia y pertinencia cualquier corrección política. Cada quien hace con su deseo lo que puede, como puede.

Uno mismo.

Forma y fondo.

Resulta obvio que los actos sexuales, tanto en su intimidad como en sus escenificaciones en los mundos de la palabra y la imagen, son territorios sobre los que se proyectan los esquemas culturales y sociales. Nadie puede desconocer que el apetito y la curiosidad sexual han sido recortados según los moldes y guiones dominantes. Y, sin embargo, en esa oscura y terrible fuerza que es el deseo hay algo de lo real asomando por entre las superficies de lo simbólico, el momento en el que vale (y mucho) ser objeto más allá de las razones históricas que nos han determinado. Es posible que la pornografía logre su misterio captando ese momento, que no es menos valioso que aquellas razones y quizá lo sea aún más.

Contra el exceso de concientizaciones alertaba Michel Houellebecq en su novela Plataforma (2001): “Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: esas no son las condiciones ideales para hacer el amor”. Por supuesto, todas estas cuestiones exceden el pedestre armado del “escándalo del abuelo Quique”, aunque hay que reconocerle a su artífice el haberle hallado a la pornografía un nuevo uso (ya que de un género tan utilitario se trata): un arma anti-K. He ahí una probable distinción entre la máquina sexual y la maquinaria del deseo.

Imágenes: Dalila Montes.

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