El punto de vista de los seres humanos
¿Qué significa leer un libro? ¿Se lee una época o corriente, o simplemente se lee a otra persona que decidió escribir? Manuel Martínez Novillo reflexiona en torno a la lectura académica y profesional, y el modo en el que ésta olvida por completo que la escritura, ante todo, es un acto de comunicación entre seres humanos.
La lectura de libros no debería ser defendida ni promovida en nombre del conocimiento, ni de la tradición, ni de la cultura, ni de ninguna otra abstracción. Habría que dejar de prometerles a las personas que la lectura las transportará a otro mundo (uno de ideas, de historias, o de grandes cuerpos celestes de cultura) y empezar a decir que las ayudará a entender mejor este mundo. Que cuando uno ha logrado ingresar verdaderamente al terreno de un libro (o, digamos, una obra, ya sea un ensayo, una novela, un cuento, un tratado o un poema) ingresa a un ámbito concebido, delineado y corregido por una persona, a través de su capacidad y de su empeño.
Si quisiéramos cambiar la idea de una lectura abstracta por una concreta, nos veríamos con un gran obstáculo. Y es que la mayoría de los universitarios -aquellas personas que se dedican profesionalmente a la lectura y a la transmisión de ella y que poseen las credenciales y el capital para ello- no creen que ese cambio sea necesario. Ellos mismos leen las obras como productos de distintos tipos de abstracciones: como hechos históricos a través de los cuales se expresa una época (un «claro exponente de la Ilustración», por ejemplo) o una corriente o una escuela determinadas (racionalismo, romanticismo, surrealismo, etc.). También, en otros casos, las leen como simples emergentes de las circunstancias biográficas del autor o como síntomas de sus enfermedades mentales o como el resultado de convergencias de las fuerzas sociales de su entorno.
Firmar como seres humanos.
Estos lectores profesionales parecen haber olvidado por completo que los autores también son personas, iguales que nosotros. Personas que gastan mucho tiempo de su vida en estar frente a un papel (o una pantalla); que andan y desandan una frase; que borran y vuelven a empezar un párrafo; que se esfuerzan en clarificar una idea; que leen y releen a otros autores hasta entenderlos, tal como nosotros lo hacemos con ellos. Personas que alguna vez desecharon un capítulo completo porque sobraba en el conjunto o que no abandonaron su tarea a pesar de que el poema que hasta ayer era bueno hoy no vale nada. Que hacen estas y otras cosas porque hacerlas es, justamente, ser un autor. Parecen haber olvidado que escribir es, ante todo, una decisión consciente de un ser humano, y quizás luego, bastante luego, una convergencia, una emergencia o la expresión de una época.
Libros escritos por personas
Los lectores profesionales conciben a la cultura como un mundo de ideas y pensamientos encima del mundo, un mundo extrahumano que empieza y termina por fuera del mundo de los seres humanos. Leer para esta cultura no es comunicarse con otras personas a través de la palabra escrita, sino es ser conectado a un mundo intangible, un mundo de planetas culturales. A la cultura -parecieran pensar- nunca la escribieron los seres humanos, sino que la hicieron las abstracciones históricas, sociológicas, psicológicas, políticas y lingüísticas. Pienso, con pena, que a la mayoría de los lectores profesionales les resultaría muy difícil entender que un escritor como Tolstoi, por ejemplo, cuando escribía no escribía “literatura rusa del siglo XIX” ni tampoco “novela realista del siglo XIX”, sino que simplemente escribía. Es decir, en su caso, contaba las historias de los personajes que le interesaban porque le interesaban.
Jonathan Franzen, un novelista tolstoiano, cuenta que cuando cursaba sus años universitarios se anotó en un seminario sobre teoría literaria. Allí, mientras se enamoraba de la teoría, también se enamoró de la mejor alumna de ese curso. Ambos quedaron obnubilados por cuán instantáneamente poderosos la teoría los hacía sentir y se sintieron mucho más sofisticados que los alumnos que estudiaban los tediosos cursos de simple lectura de libros. Franzen y su compañera decidieron también que por motivos teóricos sería aún más cool casarse. Y se casaron. Franzen habla sobre el momento previo a la separación de aquella temprana unión: “Pasamos un año en distintos continentes y muy rápidamente nos dimos cuenta de que, si bien era muy divertido llenar las páginas de las cartas que nos mandábamos con guiños teóricos, no era tan divertido leer esas páginas. Pero lo que verdaderamente mató la teoría para mí –y empezó a curarme, en general, de mi obsesión con el modo en el que me veían las otras personas- fue mi amor por la ficción. Puede haber una similitud superficial entre revisar una pieza de ficción y revisar tu página web o tu perfil de Facebook; pero a una página de prosa le faltan justamente esos ingeniosos gráficos que te ayudan a reforzar tu imagen de vos mismo. Si estás interesado en tratar de devolver el regalo que la ficción de otras personas representa en tu vida, no podés ignorar todo lo que es fraudulento y de segunda mano en tus propias páginas. Estas páginas son un espejo, también, y si verdaderamente amás la ficción te darás cuenta de que las únicas páginas que vale la pena conservar son las que te reflejan como sos de verdad.” (Farther Away, 2013)
Páginas que hablen.
Justamente, lo que Franzen entendió en ese momento es que a las novelas las escribían las personas y no las teorías. Entendió que ese poder que las teorías le daban era sólo una ilusión porque, en realidad, ellas nada le decían sobre cómo las personas reales se enfrentaban a la actividad de la escritura. Las teorías le resultaron inútiles para percibir el coraje y la sinceridad con que se escribe la mejor ficción. Franzen no sólo descubrió el lugar que la escritura iba a tener en su vida, sino que además entendió la importancia de la honestidad en el amor; en el amor que siempre es humano y real, aunque sea por la ficción. Para la cultura de las abstracciones esta reflexión no sería más que un sentimentalismo vulgar, porque esta cultura se olvidó de que la escritura (como todo en la vida) es una tarea que llevan a cabo los seres humanos.
Lectura concreta
Una advertencia: el punto de vista de los seres humanos no es el punto de vista de la reseña biográfica. Tampoco es el de la biografía seria que, como bien notó Virginia Woolf, nunca responde las preguntas sobre la relación entre vida y obra, sino que tan sólo las plantea. De hecho, el problema de la relación entre vida y obra nada tiene que ver con esto. No creo que debamos leer la Crítica de la razón pura teniendo presente ese viejo relato que muestra a Kant como un hombre obsesivo y meticuloso; ni siquiera pido que recordemos lo que dice el brillante ensayo de Thomas De Quincey (Los últimos días de Immanuel Kant). Menos aún que leamos las novelas de Jonathan Franzen pensando en su matrimonio fallido. Lo que pienso es que para lograr entender la dimensión real de la escritura de una obra, para ser capaces de leerla realmente, hay que entender que escribir es un acto concreto, la decisión y el acto de poner en el mundo de lo concreto lo que anda dando vueltas. Darle coherencia, sentido, forma y dirección; que es lo mismo que decir que hay que crearlo de la nada. Lo que anda suelto sin forma ni dirección no es nada; por lo menos, nada a la hora de escribirlo. Eso mismo tuvieron que hacer Kant y Tolstoi y lo tendríamos que hacer nosotros mismos hoy si quisiéramos escribir. Y hacerlo, en general, es una tarea bastante difícil: escribir las páginas más sinceras –las mejores que uno puede escribir- nos exige a cada momento el coraje de enfrentarnos a nosotros mismos y a las enormes limitaciones de nuestro intelecto a la hora de hacer concreto lo que apenas entrevemos.
La pregunta sería: ¿por qué hacerlo ahora? ¿Por qué lo hicieron antes? Por amor a la ficción, dice Jonathan Franzen. Y yo pienso que no era otra cosa lo que Kant sentía por la filosofía y el conocimiento en general. Nadie se enfrenta a semejante cantidad de incomodidades por algo menor. No hay un canal del conocimiento al cual los autores fueron conectados, no hay ninguna voz divina, ni voz del pueblo, ni voz de la época que les haya dictado qué decir. Sólo hay hombres eligiendo el dolor cuando podrían haberlo evitado. Porque amar algo y enfrentarse incesantemente a las dificultades de llevarlo a cabo acarrea mucho dolor.
Adoctrinadores y superhombres
Entender que el resto de los seres humanos son esencialmente muy parecidos a uno mismo, sin importar a qué se dedican, puede parecer para muchos una idea trivial. Sin embargo yo pienso que tenerla verdaderamente presente es el único modo de hacer que la cultura en general -y la lectura en particular- formen parte de nuestras vidas de una forma real y profunda. Las grandes obras hablan asumiendo que entendemos que sus autores eran personas como nosotros, que pensaban y opinaban. Ellas afirman y monologan otorgándonos la tarea de relativizar y discutir ese monólogo. No adoctrinan, tan sólo hablan; nosotros podemos dejarnos avasallar o podemos conversar. Entender que se puede conversar con las obras es entender que son los seres humanos quienes las escriben.
Como todo en la vida.
La contrapartida del punto de vista de las personas no es, estrictamente, la lectura de abstracciones teóricas, sino la lectura de superhombres. Lo único peor que leer los libros como si hubieran sido escritos por una época (o una convergencia o una enfermedad) es leerlos como si hubieran sido escritos por adoctrinadores sobrehumanos. Dicho de otro modo: leer como si los autores fueran seres que no tienen dudas acerca de sí mismos y de lo que piensan sobre el mundo. Que no escriben para profundizar, desarrollar y luego transmitir sus ideas o sus sentimientos, sino que escriben (viven, comen y respiran) sólo para implantar cosas en nuestras cabezas.
La cultura de las abstracciones es incapaz de combatir este fenómeno. Gracias a su genuflexión ante las obras y su falta de interés real por la lectura, no hace sino promoverlo. Así nos encontramos con lectores profesionales que dividen a los autores entre adoctrinadores buenos y malos. Ya que Borges, por ejemplo, se empeñó -según ellos- en engañarnos con ideas europeizantes suelen ponerlo entre los maquiavélicos y horriblemente intencionados. A Cortázar, por lo contrario, le hicieron lo peor que puede hacerse con uno de los buenos: le han creído tanto que han logrado banalizarlo completamente.
Leer las teorías o las historias o los tratados o lo que sea como fueron realmente escritos, es decir, por seres humanos, nos ayuda a comprenderlos, discutirlos y avanzar sobre ellos de la manera en que los mismos autores esperaban que se hiciera. A través de la conversación: de la escucha y de la réplica. Si ellos no lo hubieran entendido así jamás habrían escrito ni una sola palabra. Se habrían conectado al canal de los adoctrinadores para dejarse apabullar por ellos. Pero, por suerte, los autores supieron que la cultura escrita, parafraseando a William Wordsworth, no es más que hombres hablándoles a otros hombres.
Imágenes: Sofía Flores Blasco
