¿Qué es lo que verdaderamente sucede en un viaje? ¿Se trata de incorporar kilómetros, nombres de ciudades y cantidades de habitantes, o hay algo más que ver? Pedro Noli recuerda su experiencia como viajero y cronista alrededor del mundo, y reflexiona en torno a la singularidad que encierra cada persona. Una historia donde los sentimientos individuales y los matices definen el rumbo de un camino.

Una vez emprendí un viaje y, tiempo después, terminé en el mismo lugar donde empecé, pero aparecí por el otro lado. El primer día navegué hacia el Oeste, de tarde camino hacia el sol, y el último llegué a la misma ciudad por el Este, mientras amanecía a mis espaldas y en el Mar Mediterráneo aparecían los primeros rayitos naranjas. Desde Barcelona hasta Barcelona, en 100 días di la vuelta al mundo.

Historias mínimas.

Memorias póstumas.

Me traje, entre el equipaje, un archivo de Word llamado mar.doc, donde había unas 70 historias breves que sucedieron en tierra firme de cinco continentes, pero que escribí sobre el mar, arriba de un barco. Siempre dudo a la hora de poner nombres a los archivos y no sabía por qué lo llamé así. Pero ahora caigo en que si no hubiera sido por el mar no habría podido escribir un libro en medio de un viaje, como lo hice con Dame la mano y vamos a darle la vuelta al mundo.

Es que me distraigo mucho; a mí me gusta distraerme mucho. Ando por ahí o por allá, veo, escucho, comparto, pienso. Me distraigo, principalmente, con lo que hacen las personas, con lo que comen, con cómo hablan, con lo que tararean, con qué se dicen. Escucho conversaciones ajenas cuando viajo en colectivo. Me siento en un banco de la plaza San Martín a imaginar los gustos de las personas y, muchas veces al mes, converso con desconocidos sin que me den pie. Más de una vez terminé con amigos que surgieron de esas charlas. Llevo mi vida así: intento conocer a los demás a partir de sus detalles. Los detalles son una síntesis de la personalidad. Ya decía Kapuscinski: dentro de una gota hay un universo entero, lo particular nos dice más que lo general. Ya lo decía él, y yo se lo creo.

En el mar casi no hay personas. No es que se lo reproche. No me quejo del mar. Tampoco me quejo del desierto o la montaña, que también podrían ligar un regaño si es que alguien quisiera apuntarlos por esta causa. Entre tanta inmensidad, no hay personas físicas. Entonces, es de suponer a buenas y primeras que los detalles humanos tampoco existen allí. Y, por consecuencia, a quienes gozamos tanto de esas particularidades el mar nos podría parecer un lugar infinitamente aburrido. Infinito y aburrido.

Sin compromiso.

Sin compromiso.

Pero no es del todo así. Sucede que en el mar, mientras uno piensa y navega, los detalles importantes se aparecen, limpios y valiosos. Se aparecen uno tras otro y arman historias. Algunas agradables, otras dolorosas.

Y así, rodeado de agua salada, recuerdo las palabras de Pat y Cheline, dos residentes de la isla de Barbados. Cuando en 2004 llegó el Huracán Ivan, que abusó de su nombre mitológico y sopló vientos de hasta 270 kilómetros por hora, ambas corrieron despavoridas, esquivaron los techos que caían del cielo y se escurrieron entre los árboles que se derrumbaban, caídos de la tierra. Pat y Cheline esperaron, en distintos refugios, noticias de la otra, entre los reportes que actualizaban el número de los muertos. Eso me dijeron, de a poco, en una conversación larga que empezó sin que nos diéramos cuenta.

Escribo y el barco sigue. Navegamos y se hace de noche. La luna redonda está partida al medio por el horizonte. Me acuerdo entonces de Honolulu, en Hawaii: una bailarina abre los brazos. Los separa hacia los costados, como si quisiera abrazar al sol. Levanta la mirada, le sonríe al cielo y en sus ojos aparece un destello verde. Inclina apenas la espalda hacia atrás y empieza a juntar las manos, de a poco, lento, hasta llevarlas al centro. Mientras, el perfume de flores y de vegetación asoma colado en una ráfaga. La bailarina sostiene la mirada hacia arriba: acaricia a los pájaros, adora las alturas.

Uno debajo de otro se acomodan en la hoja estos relatos, así como en sus párrafos se atrincheraran las ideas y en sus oraciones, los detalles. Cada partícula de la personalidad constituye un perfil. Cada acto mínimo crea un mensaje. Y hay tantas personalidades y tantos actos. Es esto tal vez lo que más aprendí en el viaje. Algo que puede ser evidente y hasta tonto, una verdad de Perogrullo: las personas somos distintas.

Mirame bien.

Mirame bien.

Y me pasó entonces, como le habrá pasado a tantos. Cuando uno de verdad siente que somos todos distintos, todas las personas se vuelven interesantes. En la cabeza de uno aparece una paleta de colores y de golpe tenemos acceso al mundo de las distinciones humanas. Basta ser apenas un poquito curioso para apropiarse, por ejemplo, de razonamientos como los siguientes:

-Las mujeres más lindas del mundo no pertenecen a ninguna región geográfica en particular, porque al existir miles de bellezas distintas todo dependerá de quien esté mirando. Todas las mujeres del mundo tienen algo hermoso.

-Las personas que mejor conversan son quienes le dedican más tiempo a la charla, porque al entender la conversación como una confesión de gestos, cuando hay más tiempo hay más posibilidad de encontrar gestos sinceros, y si hay más gestos sinceros hay más humanidad.

-Buen hombre será el que comparta lo que piensa, siempre y cuando ofrezca el doble de tiempo para escuchar al otro. Los dueños de la palabra dominante y de las verdades absolutas deberían encerrarse en un baño a hablarle al espejo y así entenderían lo insoportables que son.

-Quienes se emocionan con frecuencia son quienes lograron hacer suyo el mundo a partir de una significación propia tallada en el corazón, virtud que no todos entenderán. Son personas que se abrieron a los sentimientos y dejaron de querer ser objetivos y neutrales, dejaron de querer ser una caja de zapatos. El mundo pertenece a quienes lo llevan consigo y lo sienten a su antojo.

Hombres bien criados.

Hombres bien criados.

-Las personas somos distintas y seremos justos si sabemos mirar los detalles que nos separan, comprenderlos y valorarlos, sin que esto implique un juicio hacia el otro. Cuando no se consideran los matices, es posible pensar que somos iguales, y quien no quepa en esa igualdad -que alguien intencionalmente delimita- correrá peligros graves. Por eso se trata, justamente, de una apreciación peligrosa. Yo no soy igual a vos.

Algo de eso dejó el viaje en mí. Uno aprende de ciudades, cantidad de habitantes, kilómetros cuadrados y otros números que alimentan el camino, pero la síntesis de todo aquello, en el lugar donde todo toma significado, es el detalle ése que nos revela, sin una palabra, de dónde viene, qué le pasa o quién es tal o cual persona. Ese detalle que desde el mar busco hasta hoy.

Imágenes: fotos de Agostina Gioia, intervenidas por Matías Salvatierra.

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