¿Cuál es el legado del líder cubano? ¿Cómo influyó su revolución en las generaciones jóvenes de Latinoamérica? Mauricio Argiró rememora los momentos más importantes de la biografía de Fidel Castro y pone en tela de juicio el devenir de sus ideales.
Fidel Castro no es un solo Fidel. Es varios a la vez. Es el joven abogado, heredero de una familia con posición acomodada. Es el visionario que en México juntó a un puñado de fieles y los subió al Granma para iniciar la revolución en Cuba contra el régimen corrupto y autoritario de Batista. Es el que, lleno de privaciones, se metió en la selva para pelear contra una dictadura, haciendo de la Sierra Maestra la plataforma de lanzamiento de un cambio radical en la isla. Cambio que implicaba, entre otras cosas, rescatar al pueblo de la pobreza, devolverle la soberanía, recuperar los medios de producción estratégicos, desarrollar la representatividad política y restablecer aquellas obligaciones que el Estado nunca debió abandonar. Fidel también se propuso desterrar las mafias que habían hecho de Cuba su base de operaciones a partir del juego, la prostitución y el tráfico de droga.
¿Cómo no emocionarse ante la idea de liberar la isla, cuyo panorama era desolador? ¿Cómo no cantar bien fuerte, junto a Quilapayún, esos versos que homenajeaban a Santa Clara y que adelantaban la noche del 31 de diciembre? Aquella en la que el pueblo festejó la huida millonaria del dictador y su séquito a Miami, despegando a oscuras de una pista que pronto se iluminaría de libertad.
¿Cómo no aplaudir y ponerse el ropaje de maestro junto a Mario, y mandarnos de voluntarios a enseñarles las primeras letras a esos campesinos que, viejos ya, nunca habían visto a sus manos escribir su nombre? ¿Cómo no llorar de alegría y reclutarse para sembrar café, y lograr así la autonomía económica para aquel pueblo? ¿Cómo no ir de porteador, aunque más no sea, de esos médicos que iban por la isla curando la pena en la mirada de los pobres? La primera revolución tuvo esas cosas. Una avalancha de igualdades y reconocimientos. La sonrisa diaria y el sentido de que lo hecho era justo y necesario. Las felicidades eran muchas, pero no duraron.
Pasó el tiempo y el reformismo fue trocado por el socialismo revolucionario. Tal vez de manos de la invasión norteamericana en Bahía de Cochinos. No sé. Tal vez la amenaza del gigante del norte y la jugada de los misiles con el oso soviético. No sé. Lo cierto es que la revolución perdió frescura, y Fidel Castro también. Mi amigo Fernando hablaría de la rutinización del carisma. Yo veo también la comodidad de la vía rápida y lo costosas que resultan las exigencias de la democracia para algunos.
Se fue internalizando la idea de que la libertad no siempre era buena. Muchos empezaron a pensar que a veces los cubanos se comportaban como niños, que no sabían qué hacer con la libertad, y por eso había que cuidarlos de ellos mismos. Y los padres bondadosos encargados de esa tutela serían Fidel, el Partido y el Estado. Como una suerte de trinidad infalible y justa que desterraría tanto a las desigualdades como a las dudas y a los traidores.
A pesar de que tempranamente esto se veía, muchos mantuvieron su esperanza. Pero la realidad tiene la costumbre de nombrar a los monstruos que nosotros nos empeñamos en ignorar. Y la isla perdió no sólo la frescura, sino también a Camilo, y a muchos que no aceptaban mansamente las decisiones tomadas. Perdió músicos, pensadores, militantes, soldados, maestras, jueces, soldadores, macheteros, médicos y madres. Perdió y se acostumbró a seguir perdiendo.
La libertad, chiquita y encerrada, de repente desapareció para siempre. Entonces apareció la justificación. Esa última ratio tan desagradablemente cercana a los crímenes. «No se podía soportar la presión del norte con libertad». «La libertad era la cubierta de los traidores». «La libertad es el arma de los yankis». De repente la hermana hermosa era la tiranía. Y así llegó el fin. Digo, el fin de los ideales. De esos que sonaban a verdad. Y llegaron los misiles, y los AK47 por doquier, y las balas de justicia. Y llegó la persecución y la cárcel a granel. Y llegó la muerte en todas sus formas. Y «exportaron la revolución» que a esas alturas era sólo autoritarismo.
El autoritarismo mata. Y en la Argentina llevó a la muerte a muchos hombres y mujeres que creían que defendían la libertad cuando, en realidad, la proscribían. Y le brindó excusas miserables al otro gran autoritarismo para ensañarse con todos. Y justificó el robo, el secuestro, la tortura. Y engañó a jóvenes, y los convirtió en asesinos, y a ese crimen imperdonable lo acompañó con una épica libertaria. Y mintió mucho, tal como enseñaba Joseph Goebbels, para que, por lo menos en las mentes más frágiles, quedara sonando siempre esa única campana.
Los familiares del gobierno, los hijos de la casta de los elegidos, los amigos cercanos, los lame botas y los juglares viven en la opulencia al estilo de Batista. Mientras tanto, el pueblo, educado y atendido en hospitales dignos (los únicos logros incontrastables que quedan), bastante hambreado (aunque no lo suficiente como para salir de los márgenes de la OMS) y esquelético de libertad, mira la obra desde atrás de la reja. Obra que nunca terminó de ser suya.
Fidel, ese que es varios, convocó a los amigos de mi viejo y los llevó a la guerra anticapitalista. Cuatro de los cinco que fueron murieron en combate, equivocadamente desde mi punto de vista, pero en su ley. Fidel Castro murió hace unos días en su cama grande de dictador rodeado de los neoburgueses millonarios que supo construir. Las mentiras y las verdades han quedado al descubierto. Al cruzar el umbral, me imagino, se enfrentará a los viejos amigos y también a los enemigos, y habrá de dar las explicaciones pertinentes.
El autor desea dedicarle esta nota a su padre, Antonio Salvador «Coco» Argiro, dirigente radical y testigo generacional de estos hechos.
2 Comments
Buenisima la nota. Emocionante y realista a la vez.
Fidel es uno solo, pero qué se puede esperar de un funcionario de la derecha? No sé a qué mentiras se refiere porque no enumera ni una. Pobre Alfonsín…