‘Game of Thrones’: dos problemas en un gran final

¿Qué salió bien y qué salió mal en el desenlace de la serie de HBO? ¿Es posible hacer un final que deje satisfechos a todos los espectadores de un producto masivo? Horacio Baca Amenábar analiza los problemas y los aciertos del capítulo final de Games of Thrones y los pone en el contexto de una saga que ya forma parte de las grandes ficciones de nuestro tiempo.

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Alerta de spoilers.

 

El domingo terminó Game of Thrones, una de las series de televisión más impactantes y discutidas de la historia. La más importante, como mínimo, en el género fantástico.

El último episodio de la serie, llamado “El Trono de Hierro”, tiene el peor puntaje de IMDb de las ocho temporadas. Es el peor evaluado por la audiencia. En estas líneas voy a tratar de interpretar ese dato.

Los problemas del episodio son evidentes, y están -en su mayoría- vinculados con obligaciones narrativas casi imposibles de satisfacer adecuadamente en solo 78 minutos.

Hay dos muy expulsivos, que te sacan de la tensión y el drama. El primero reside en la facilidad con la que Gusano Gris y sus Inmaculados entregan la ciudad y, especialmente, a Jon Snow sano y salvo. El asesino de la reina que veneran hace cinco temporadas.

Hasta ese punto, la narración es impecable. Todo el peso del capítulo recae sobre Tyrion, y Peter Dinklage está a la altura de las circunstancias y de esa responsabilidad. Y Daenerys, cuya versión conquistadora nunca fue demasiado creíble, también se destaca. Su discurso “libertario” es estremecedor. Y, cuando trata de sumar a Jon, resulta de verdad persuasiva. Le pinta un mundo armónico y libre, en el que realmente cree. Por primera vez hay amor verosímil entre ellos, ahí, justo antes de su muerte, también necesaria.

Dijimos que hay dos problemas. El primero podría haberse resuelto si Jon simplemente escapaba en la espalda de Drogon, después que este lo perdonó. Esa clemencia inesperada del dragón está evidentemente vinculada con su sangre Targaryen. Todo lo demás podía ser igual, incluido el reencuentro con Ghost, su lobo.

Los otros finales también fueron aciertos. Es gracioso que Arya se haya ido de mochilera a descubrir América o algo así, pero si lo pensamos bien, no hay otra posibilidad para el personaje. La aventura es una parte inescindible de su vida. No es una princesa. El caso de Sansa cierra todavía más. Siempre fue resistida, pero es innegable que el trono de Winterfell le pertenece, especialmente después de ubicar magistralmente a su tío, Edmure Tully.

Nadie es la patria.

Tyrion, con su gabinete, quizá sea menos creíble, pero la escena satisface el viejo deseo de ver a cada uno de esos personajes haciendo lo que saben por el bien común. Sam, el estudioso; Davos, el razonable; Bronn, el pragmático; y Tyrion, el sabio. Es una concesión a la audiencia que no lastima al episodio.

La concesión que sí lo lastima es la elección de Bran, el Roto (un amigo señaló cuán ridículamente rápido se impone el apodo). Este, el segundo problema más importante en mi opinión, sí compromete algunos de los temas centrales de la serie, particularmente en su relación con el poder.

Lucha política y traición

Si bien Game of Thrones excede sus reflexiones sobre la naturaleza del poder político, pocos productos de la industria cultural masiva se encargan de ese fenómeno con tanta profundidad.

La serie analiza el peso de las palabras y las interpretaciones en la distribución del poder. Pone en juego criterios distintos (y usualmente contrapuestos) para la sucesión real con Robert Baratheon, que ejerce el derecho de conquista, o su hermano Renly, que plantea un argumento de pretendida idoneidad.

Exhibe los límites de los instrumentos legales cuando Cersei, interpretada genialmente por Lena Headey (a quien le deben un Emmy), destruye el decreto real que designa a Ned Stark protector de los reinos. Pero también reconoce el peso de la inercia institucional con Tommen, un cobarde sin ningún carácter que solo es rey por ser hermano menor de Joffrey, ejemplo máximo del poder tiránico.

Game of Thrones toca temas vigentes y actuales con el separatismo de los Stark y los Greyjoy, el revanchismo de los Martell, el aislacionismo de los Arryn o el oportunismo de los Tyrell. Cada una de las casas tiene una impronta fuerte y personal en el modo de conducir sus asuntos y asegurar su vigencia dentro del esquema feudal y poliárquico de la serie.

Margaery Tyrell, magnífica, ofrece una variante del poder demagógico. Stannis Baratheon reclama para sí la legitimidad del poder sacrificado, dispuesto a dejarlo todo. El Gorrión o “High Sparrow” usa la espiritualidad religiosa para imponerse entre los pobres, y va creciendo como el huevo de la serpiente. Hay algo en eso que me recuerda a las iglesias evangélicas.

Tywin Lannister, por su parte y en la línea de Maquiavelo, recuerda a cada momento la importancia del temor y la intimidación en la construcción del respeto. Las lluvias de Castamere, la canción que resume el destino de sus enemigos y suena durante la boda roja, ya es un clásico moderno.

Daenerys sufre las dificultades que trae consigo el ejercicio del poder y se topa a cada momento con los límites de sus buenas intenciones, especialmente en Meereen. Así termina volviéndose una líder mesiánica y perdiendo la cabeza. Es cierto que esa derivación podría haber sido más progresiva: pasamos demasiado rápido de una heroína a una sociópata que mata a casi un millón de personas por deporte. Pero la decisión de los creadores sigue siendo muy interesante.

Pero todos lo somos.

La serie también se ocupa de los factores de poder ocultos, como el banco de Braavos o la burocracia real. Varys y Littlefinger, a pesar de oficiar como “consejeros”, son jugadores de peso, y sus reflexiones son memorables. Acaso la más recordada indica que el poder está donde la gente piensa que está. Es una sombra en la pared.

El resultado de todos esos elementos es una lucha por el trono feroz, sin cuartel, donde los ingenuos, los soberbios y los imprudentes terminan muertos. Todos los lugares comunes del género fantástico se caen a pedazos muy temprano, cuando Ned Stark es decapitado. Nos enteramos, ahí, de que estamos frente a una serie distinta

La elección de Bran el Roto como rey niega todos esos valores narrativos. El juego por el poder cede frente a la buena voluntad de un puñado de lores sobrevivientes, en su mayoría desconectados con la historia principal, que eligen a la persona más idónea sin mayores dificultades.

Es un caso grave de fan service, es decir, la decisión narrativa de complacer a las audiencias. Por supuesto que es placentero que alguien que sabe todo o casi todo ejerza el poder: esa forma de gobierno cumple una fantasía que se remonta a Platón. Pero Game of Thrones mostró, con excelencia, que el poder no se alcanza solo con idoneidad. Hay muchísimos otros factores en la lucha política, y la serie se encargó de ponerlos en evidencia en toda su brutalidad. Que el mejor y más apto quede en el trono por obra de magia y buena fe es casi una traición.

Me contaron que una de las ideas de este final es terminar, precisamente, con la magia en ese mundo. No solo con los zombies de hielo, que fueron suficientemente despachados en el tercer episodio, sin que haya mucho más para exprimirle a esa historia. Sino también con los dragones, o por lo menos con la familia que los usó para la conquista militar y la subordinación política en Westeros.

El desenlace natural de esa desaparición, de la extinción del elemento mágico, es el retorno al mundo de los humanos. Y en ese mundo, ninguna casa tiene argumentos para imponerse sobre las demás. Los siete reinos deben volver a ser independientes. Aparecería, de esa forma, la idea de soberanía entre estados, que es uno de los elementos que abre paso a la modernidad.

Pienso que la impresionante destrucción del trono de hierro se dirigía temáticamente a ese destino. Que es poco creíble que los lores vuelvan a arrodillarse por voluntad propia y sin ninguna fuerza de coerción sobrenatural, como los dragones, que son equivalentes a armas nucleares. Y que así también la escena en la que Sansa reclama la independencia del Norte sin que nadie más haga lo propio para su reino es un poco estúpida e inverosímil.

Ahora bien: estas líneas hoy por hoy constituyen -en el mejor de los casos- un poco de fan fiction. La serie terminó como terminó, y hay que respetarlo. La pregunta, entonces, es por qué no podemos asumir este último episodio. Por qué es tan polémico el cierre de la serie, al punto de que se reúnan cientos de miles de firmas digitales para que lo rehagan (¿?). Qué es lo que no podemos aceptar de este gran final.

Ficción y realidad

Benioff y Weiss, los creadores de la serie, se vieron en un aprieto cuando se terminó el material original de George R.R. Martin. Un autor maravilloso que abrió tantas líneas e historias que no pudo -hasta ahora- ni empezar a terminar su propia obra. Luego de una séptima temporada desastrosa, Benioff y Weiss se enfrentaron al desafío de cerrar esta saga histórica, llena de expectativas, en seis episodios. Y salieron vivos.

La octava temporada de Game of Thrones, con todos sus pecados (como la negociación dentro del rango de las ballestas de Cersei), con todas sus polémicas, con todas las discusiones que implica, es un gran producto televisivo. No sigue avanzando hacia ningún lado, ya que los creadores no pueden tocar demasiado la obra de Martin. No están legitimados para eso. Pero sí asume la responsabilidad de cerrar la historia, algo que el propio autor todavía no pudo hacer.

Una noche de verano.

Pensemos en la dimensión audiovisual del quinto episodio, que -según entiendo- refiere al bombardeo de Dresde, o en el clima trágico y hermoso del sexto. En la música, en las atmósferas y en la densidad simbólica de toda la temporada. Que además contiene decisiones muy valientes, como dedicarle capítulos enteros a la relación entre los personajes, con diálogos memorables y pausados. El segundo y el cuarto episodio son prácticamente eso: un último gesto de despedida.

Releo los párrafos anteriores, y no puedo sino pensar en cuánto extrañaré esta serie. La elección de Bran como rey no desfigura o empaña todo lo que vino antes. Y es evidente que, más allá de cuánto nos guste o moleste esta última temporada, Game of Thrones ya es parte de nuestra vida, y ocupa un lugar privilegiado entre los relatos con los que le damos sentido.

La respuesta, entonces, es sencilla: hay mucha más gente enojada porque Game of Thrones terminó que por el modo en el que terminó. Y es natural sentir eso. En la ficción vivimos una vida tan verdadera como cualquier otra, e incluso más verdadera en algunos sentidos, ya que es una vida narrativamente completa. Por eso es una tristeza que siempre vale la pena.

Stephen King, que algo sabe del asunto, lo sintetizó: “Ha habido mucha negatividad acerca de la conclusión, pero creo que es solo porque la gente no quiere NINGÚN final. Sin embargo, ya saben lo que se dice: todas las cosas buenas…”.

 

4 Comments

  1. Yolanda Chambilla dice:

    En lo ultimo estoy de acuerdo con Stephen King. No queria que termine la serie.saludos

  2. Silvina dice:

    ¿Dónde se firma para que se vuelva a reahacer? el final fue un fraude.

  3. Maximiliano dice:

    Flaco… No sabes nada… Termino para la mierda… Vos y todos los demás «críticos de series» parece que los de HBO les pagan regalías… Termino mal y Punto… Estás glorificando un final desastroso. Metiendo la excusa de que el público en general está enojado porque termino la serie. Nada que ver. La gente está enojada, y no porque quería un final Disney… Querían un final bien a lo GOT… Y eso no fue un final a lo GOT. Dejen de defender lo indefendible

  4. Tony Fabian dice:

    Excelente análisis y nota. Felicitaciones