¿Qué se puso en juego en la fuga de Hebe de Bonafini? ¿Cómo leyeron los medios ese episodio lamentable? Manuel Martínez Novillo ofrece una perspectiva sobre el clima de estos días, y cuestiona tanto a quienes impugnan la democracia como a los que consienten ese ataque desde la frivolidad mediática.
En la tarde del jueves 4 de agosto, cuando ya había quedado claro que Hebe de Bonafini iba a faltar por segunda vez al llamado a declaración por una causa vinculada al proyecto “Sueños Compartidos”, el juez que la tramita, Marcelo Martínez de Giorgi, dijo ante los medios que efectivamente había pedido la detención de la titular de la Fundación Madres de Plaza de Mayo por desacato. Lo tuvo que aclarar porque se habían vivido momentos de confusión unas horas antes en la sede de Madres cuando la policía fue a hacer un allanamiento y terminó intentando detener, con torpeza, la salida de Bonafini del edificio.
Lo que se investiga en ese expediente es la probable complicidad de funcionarios públicos (Julio de Vido y José López, entre otros) en desvío de fondos, sobreprecios en obra pública y otros delitos relacionados con el dinero que el Estado nacional otorgó a la Fundación para la construcción de viviendas sociales. Bonafini está citada como testigo (no como imputada) porque firmó convenios para pagar sueldos que nunca fueron pagados. La condición de testigo si bien no la implica en el delito, sí la obliga a decir la verdad. La causa de la malversación en sí misma, a pesar de contar con una extensísima prueba realizada por la AGN, fue cerrada de manera exprés en el 2013 en una actuación célebre de Norberto Oyerbide. Desde entonces, el presunto responsable principal -Sergio Schoklender- está en libertad por falta mérito.
Ese jueves, Hebe y el resto de las madres se hicieron paso a través de una multitud de gente que había ido a apoyarlas, se subieron a una trafic y literalmente escaparon de las fuerzas policiales. Los medios presentes quedaron estupefactos por la acción; algunos noteros atinaron a preguntar por qué se habían ido si era sólo un allanamiento. La policía no aclaró en ese momento. Hebe de Bonafini hizo la histórica ronda de los jueves en la Plaza de Mayo: acto que las Madres repiten desde hace décadas. En esta ocasión la convocatoria fue enorme; en la multitud resaltaron los militantes kirchneristas y una parte de la plana mayor del gobierno de Cristina Fernández. La gente fue conformando una suerte de cordón de protección alrededor de Bonafini y la policía, a pesar de tener una orden de detención, miró la escena sin intervenir.
Unas horas después, en una entrevista radial, el editor de política del diario La Nación, Jorge Liotti, dio una interpretación de lo sucedido utilizando un singular dilema entre una lectura “progresista” y otra “republicana” de los hechos. Dijo, por un lado, que sería una imagen lamentable ver a Bonafini (“baluarte de los Derechos Humanos”) siendo detenida por la fuerza pública. Y, al mismo tiempo -y sin atenuantes ni pudores-, afirmó que también sería catastrófico para la legitimidad del Poder Judicial no detenerla (porque “cómo podía ser que no se haga cumplir la ley, qué mensaje mandaba eso al resto de la sociedad”, o algo muy parecido). Punto: esa es la interpretación “política” del hecho. Había que detenerla pero era imposible; no había que detenerla pero resultaba necesario. Casi todos los medios tuvieron una postura muy similar, pero la de Liotti resulta ilustrativa de un problema que viene sufriendo la opinión pública argentina desde hace un buen tiempo.
Jorge Liotti (como la mayoría de sus colegas) ha resultado sorpresivamente limitado para ver la complejidad que la escena verdaderamente presenta. Para un Estado de derecho, que se propone respetar la autonomía personal y a la vez fortalecer las instituciones de manera decente, el hecho representa una situación de verdad compleja: se trata de un grupo grande de personas, que representa un sector ideológico y político aún más grande de la población (y que gobernó durante doce años el país), que insiste en no respetar la ley. El kirchnerismo viene coqueteando con esta idea desde el 10 de diciembre del año pasado: manejar la seguridad de Cristina en Comodoro Py fue su gran antecedente. Ahora dieron un paso más: decidieron que Hebe de Bonafini no debe respetar el Código Procesal Penal, esa norma que nos rige a todos los argentinos por igual.
El discurso “republicano” cuando Cristina fue a Tribunales decía que las fuerzas de seguridad tendrían que haber reprimido a los militantes de La Cámpora. Entonces en Trama festejamos que el Gobierno no haya hecho actuar a la policía ese día. Pero lo hicimos no porque somos “progres”, sino porque simplemente vemos la realidad. Como ahora: también festejamos que no hayan detenido a Hebe de Bonafini por la fuerza, porque no sólo habrían producido una escena muy triste, sino porque, lo que es peor, hubieran desatado una batalla campal en plena ciudad. Así, la pregunta no tiene que ver con qué parte de la supuesta dicotomía uno debe apoyar. La pregunta es otra y es más grave: ¿qué significa que en la Argentina una porción grande de la población esté convencida (incluso ideológicamente) de que se puede (y hasta se debe) romper la ley?
Al día siguiente de la citación, Bonafini dijo que declararía si no la mantenían detenida. El juez le dio la exención de prisión casi instantáneamente. Pero en el medio Bonafini demostró que, con gente en la calle, se puede subvertir la ley. “Podría haberla detenido en otro momento: justo eligió el jueves”, dijeron los periodistas. Es cierto, pero eso suena muy chapucero también: si alguien fuera capaz de dar con el exacto momento en que conviene llamar a declarar a Hebe de Bonafini (o a Cristina Fernández, cuya situación se leyó similarmente) sin que ella intente convertir una citación judicial en la amenaza de un enfrentamiento con el orden democrático, este problema directamente no existiría. También argumentaron que la situación era esperable de parte de Bonafini, y que Martínez de Giorgi fue torpe. Probablemente cierto: pero si el juez hubiera tratado prejuiciosamente a Bonafini con respecto a esta citación, sin dudas, todo hubiera sido peor.
Marcos Novaro estuvo entre los pocos que vio el asunto con más amplitud: “Un problema serio de los demócratas liberales aquí y en todo el mundo (basta ver lo que sucede en la campaña electoral estadounidense con Trump), es que sus convicciones morales no alcanzan muchas veces por sí mismas para movilizarlos con la contundencia suficiente para defender las condiciones de vigencia de sus principios. Condiciones que son en cambio fácilmente utilizadas por quienes odian esos principios y desean destruirlos para atropellar a su prójimo y a las instituciones”.
Es decir, la democracia liberal les garantiza expresarse libremente a todos los ciudadanos y a la vez es tan decente y respetuosa que les otorga esa posibilidad a los que quieren destruir las propias garantías de la democracia. Puede incluso ocurrir que si los individuos que desean contrariar la ley son muchos y tienen poder político sean capaces de causar mucho daño. Y este viejo dilema de la política no tiene una solución definitiva: lo tendría si el Estado liberal tuviera entre sus capacidades la de prescindir de algún ciudadano porque éste tenga ideas distintas. Pero, justamente, los derechos existen para conjurar esa posibilidad. La democracia siempre tendrá que lidiar con porciones de la población que no crean en ella; lo único que se puede hacer es intentar persuadir (de manera plural, pacífica, culta e inteligente) a las generaciones siguientes de que la ley es preferible a la arbitrariedad y de que la tolerancia es preferible al odio.
Ahora bien, la situación del kirchnerismo frente al orden democrático es especialmente grave: no se trata, por ejemplo, de un grupo de inmigrantes o una minoría sexual (casos muy comunes en el mundo de hoy) que le reclaman a un Estado democrático inclusión o trato igualitario. El kirchnerismo no busca un reconocimiento. Se trata de un grupo político que entiende a la perfección las paradojas que hay entre la ley y el poder político. Y ha decidido conscientemente, en el momento en que debe responder por sus actos y su corrupción, timbear con el destino del país. Esa manera de tensar la cuerda de la decencia democrática (sabiendo que se puede hacerlo) se llama, hace bastante tiempo, “fascismo”. Como dice Novaro, si quieren otro ejemplo, vean la campaña de Donald Trump en los Estados Unidos.
Dicho de una manera menos provocativa: es posible que haya que empezar a pensar que la post-vida del kirchnerismo se parece más a la de un régimen autoritario en el exilio que a la de un gobierno democrático que salió del poder. El comportamiento de esta fuerza es demasiado similar al de los carapintadas en los albores del retorno a la democracia, desafiando la rectitud del gobierno de Raúl Alfonsín para no ser juzgados por los delitos que cometieron. Jorge Lanata, en su columna del sábado 6 y ya sabiendo que el juez Martínez de Giorgi le había dictado la exención de prisión a Hebe, fue el primero en entender lo que había pasado. Dijo: “Si estuviéramos en los años ochenta cerraría esta nota diciendo que ganaron los carapintadas”.
Los Kirchner no instalaron una dictadura, sino que construyeron un régimen autoritario que operaba al margen de la ley y prescindía de los hechos. Justificaron ese ejercicio con la prédica de que lo hacían en nombre del pueblo. Y, ante éste, las leyes burguesas y los menudos hechos palidecían. Pero ahora la ley los alcanzó, como alcanzó antes a los militares.
La democracia argentina, como todas, es esencialmente frágil. La legitimidad que otorga el voto popular (o el apoyo popular en general) enviste a los dirigentes de una fuerza que es ciertamente capaz de sobrepasar lo que la ley dispone. Las instituciones, sin embargo, muchas veces tienen cimientos lo suficientemente fuertes como para soportar bastante: los Kirchner no pudieron destrozar del todo la libertad de prensa ni la Justicia, a pesar de haberlo intentado intensamente. Pero esos intentos dejan secuelas: como le rebeldía de Bonafini, queda latente la idea de que las reglas de juego pueden llegar a quebrarse si tenemos la fuerza suficiente.
Hebe de Bonafini fue citada a declarar como testigo en una causa que investiga un gravísimo caso de malversación de fondos públicos y lavado de dinero. El Estado le dio a la Fundación Madres de Plaza de Mayo sumas millonarias de las arcas públicas para construir viviendas sociales. Un porcentaje importante de ese dinero desapareció. Bonafini es la titular de la entidad que recibió el dinero y firmó todos los convenios. Si la citan a declarar (como testigo, insisto), ¿por qué no habría de ir? ¿Qué razón tiene para no hacerlo? El kirchnerismo, repite, que sigue haciendo lo que hace en nombre del pueblo.
Los fascistas de todo el siglo XX violentaron las instituciones republicanas en nombre de abstracciones como el “pueblo”, la “patria” o la “raza” y luego impugnaron al gobierno democrático por la fragilidad que ellos mismos le habían provocado. Lo hicieron los malos, los muy malos y los horrendos. Es ahí donde quedan atrapados los periodistas como Jorge Liotti: el Poder Judicial parecerá frágil frente a los ataques fascistas porque es eso justamente lo que los fascistas intentan. Hay jueces corruptos o incompetentes, es cierto; el gobierno de Macri tiene todavía una deuda muy grande con respecto a reformas en la Justicia y la Seguridad, también es cierto. Pero el kirchnerismo jugando al jueguito de la locura es un asunto en sí mismo y es grave.
En la vigilia del jueves, en la sede de Madres de Plaza de Mayo, las consignas de los militantes kirchneristas que podían leerse ya eran frontalmente delirantes y antidemocráticas. Eso quiere decir que el propio kirchnerismo está empezando a aceptar su condición. Sería bueno que los periodistas, los intelectuales y los que opinamos nos demos por enterados de eso también.
Horacio Baca Amenábar colaboró en la realización de esta nota.
Imágenes: Sebastián García Scheuschner.