¿Cuál es el sentido de un velorio? ¿Tiene importancia para una comunidad recordar a sus miembros e individualizarlos en sus historias personales? Manuel Martínez y Horacio Baca reflexionan en torno al trágico asesinato de un joven tucumano y sus repercusiones en la opinión pública, y proponen una forma de ver estos sucesos que priorice la empatía sobre el enfrentamiento.
El día sábado 20 de mayo a las cinco de la tarde la Universidad Nacional de Tucumán homenajeó, en un acto oficial, a Matías Albornoz Piccinetti, el joven de diecisiete años que murió luego de recibir un cuchillazo en un enfrentamiento entre grupos de adolescentes a plena luz del día y en el centro de la ciudad de Tucumán.
Matías era alumno del Gymnasium Universitario, uno de los colegios secundarios que dependen de la UNT. Al día siguiente de su muerte la institución lo honró como miembro de su comunidad y, en ese acto, le dio la oportunidad al resto -alumnos (amigos o no), padres, profesores, egresados, autoridades, etc.- de despedirse de él.
Es lo que hacemos cuando la muerte ocurre. Individualizamos al muerto y lo nombramos en voz alta; les ofrecemos a sus deudos la solemnidad de un acto y proporcionamos un escenario para que todos los ciudadanos de su comunidad se conmuevan por el homenajeado. En eso consisten (más allá de los variados rituales religiosos) las ceremonias de velorio y entierro.
Pero cuando la muerte tiene características especialmente trágicas el acto de solemnidad se hace aún más necesario. El asesinato de un joven en manos de otro en razón de lo que parece haber sido una pelea estúpida y evitable tiene ese tipo de condimentos.
Es por eso que deseamos que la comunidad a la que perteneció lo reconozca de manera especial. A los autores de la nota que está leyendo, uno egresado del Gymnasium, esto nos parece muy bien. Porque, a pesar de que ningún acto salva a nadie de un suceso semejante, el reconocimiento explícito puede ser un gran anclaje de sentido cuando los hechos no tienen sentido.
El sábado a tarde en el edificio del Gymnasium hubo cientos de personas: el colegio estaba de verdad plagado de gente. Un alumno y un profesor se dirigieron a los presentes. Hablaron con cariño de Matías y se prometieron no olvidarlo nunca. El cajón bajó del carro fúnebre y lo velaron brevemente en el patio. Luego los compañeros de Matías se reunieron en el medio de la calle 25 de Mayo. Abrazados, cantaron primero el “Cumpleaños Feliz” (el joven murió el día previo a cumplir los dieciocho) y, finalmente, lo despidieron entonando canciones propias del colegio.
En ese momento los chicos lograron algo muy especial. Al subrayar la pertenencia de Matías a ese grupo específico, no cerraron el homenaje sobre sí mismos, sino que -por contrario- lo abrieron hacia todos los presentes. Explicitando el vínculo estrecho que unía al difunto con sus compañeros lograron, paradójicamente, que todos comprendamos su historia y el dolor de sus deudos. Lograron que todos podamos homenajearlo juntos.
Quizá no haya ninguna paradoja, y siempre sea ése el costado luminoso de los homenajes. Ocurre que en la Argentina el acto de conmemorar a un muerto se ha convertido en un problema. La sociedad está dividida allí también. A muchas personas les molesta, les incomoda y hasta les produce odio que se honre a difuntos que para ellos no fueron seres humanos valiosos.
En el caso particular de la muerte de Matías Albornoz se despertó, una vez más, un reclamo que una parte de la comunidad expresa de la siguiente manera: todos hablan de X (un caso conocido, como Matías) y nadie se acuerda de Y (un caso o una serie de casos menos notorios). Se vio muy rotundamente este tipo de expresiones cuando ocurrieron los atentados en Francia, tanto el del semanario Charlie Hebdo como el ataque múltiple de noviembre de 2015.
El razonamiento no es arbitrario en sentido lógico y algún tipo de verdad -aunque mezquina- sí expresa. Cuando muere mucha gente en Paris, el mundo se sacude, pero las muertes en Medio Oriente no producen el mismo escándalo. En Tucumán se dijo que todos los días fallecen chicos en las villas (por la violencia, por la droga, etc.) y nadie dice nada, pero la conmoción es masiva ante la muerte de un joven de clase media.
El argumento tiene muchos problemas, pero primero digamos lo que tiene de verdadero. Es cierto que cuando una tragedia golpea en un sector más beneficiado de la sociedad tiene más repercusión: no es un descubrimiento metafísico, es una verdad de la vida diaria. Nadie puede discutir que la clase social que manda sus hijos al Gymnasium tiene la capacidad de ocupar una cierta centralidad en el debate público.
Pero esa verdad no alcanza para justificar la mezquindad central de esta mirada. Frente al dolor genuino no podemos hablar con la brutalidad de lo meramente genérico y estadístico. Nadie está en condiciones de explicarles a los demás por qué pueden o no sufrir, o impugnar el acto mínimo de dar el pésame. Nadie es dueño de la sensibilidad social. No reconocer a una persona su simple necesidad de expresar dolor constituye un reflejo sumamente cruel y primitivo. Es una falta de respeto, en el sentido más común de la palabra.
Además, en una sociedad curtida en el sufrimiento, esta forma de reaccionar ante el dolor ajeno resulta sumamente irresponsable y, ciertamente, enciende alarmas acerca de nuestra verdadera capacidad para entender estos sucesos. Si lo que queremos es tomar un caso de violencia juvenil para hablar de pobreza y de violencia estructural necesitamos poder hacerlo desde un lugar más concreto. Con datos y problemas específicos, no con invocaciones genéricas –que son la regla entre quienes priorizan este argumento-. Pero además desde el reconocimiento de los otros -pertenezcan al grupo al que pertenezcan- como personas iguales a nosotros, que morirán eventualmente y cuya muerte causará dolor en sus seres queridos. Eso es algo muy concreto, también.
Sino no lo hacemos, estamos ante el peligro de convertir cualquier dato estadístico en una banalidad o en una abstracción. La necesaria evidencia de los números no puede diluir la noción que tenemos de la vida de los demás. Cuando perdemos completamente de vista una situación humana específica en el nombre de datos (incluso de los más fehacientes, que son una rareza en las redes, más propensas a la sociología de café) convertimos las vidas de los otros en meras abstracciones: los que mueren en París, los que mueren en las villas, etc.
Algo similar sucede con las expresiones que atribuyen la responsabilidad de este tipo de tragedias a una colectividad indeterminada, sosteniendo que los victimarios somos “todos”. Más allá de su valor alegórico, este tipo de ideas terminan excusando a los responsables concretos y disolviendo la discusión. Cuando decimos “todos”, en algún sentido también estamos diciendo “nadie”. Y esto es especialmente grave cuando hay una víctima real en el medio.
Desde ya que es difícil saber cuándo estos argumentos están encerrando una clave que no vemos, y cuándo son puro malestar de sus autores. Conviene aquí suponer que la reacción de ciertas personas ante el dolor de los demás es prioritariamente una cuestión de empatía -y no de razonamiento moral-. La empatía es, al final de cuentas, una característica humana más concreta y valiosa que cualquier ética.
Desde esta perspectiva, el desagrado que puede producir en alguna persona que se homenajee a un difunto de clase media es probablemente producto de prejuicios irracionales (contra los alumnos del Gymnasium o los habitantes de Paris) antes que de razonamientos. En este caso, la evidencia de que el homenaje, como acto emocional, es capaz de borrar los prejuicios, tiene que ponerse al frente del debate y ser valorada como tal.
Sin dudas puede decírsenos que aún no hemos dicho nada sobre los miembros de los grupos menos favorecidos que siguen en el anonimato. Aquí creemos que reside el principal problema del argumento “Miran a X y olvidan a Y”: descansa sobre una lógica pesimista. Pareciera estar queriendo decir que si algunas vez alguien olvidó a Y, X se merece sí o sí un poco de olvido también. Pero las personas que tenemos esperanzas de lograr que la empatía crezca o se extienda preferimos una lógica distinta porque sabemos, antes que nada, que no estamos respondiendo a la injusticia social cuando soltamos un gesto cínico frente a la muerte de otra persona.
Una buena noticia en este sentido fue que los compañeros de Matías (jóvenes de diecisiete años) lo recordaron más allá de cualquier espíritu de revancha o venganza. Mientras tanto, muchos adultos difundían sin el menor reparo los datos personales de los presuntos victimarios. Es preciso hacerse cargo de la violencia en la que vive la juventud tucumana, pero no es menos necesario entender el nivel de irresponsabilidad que persiste entre los mayores.
El homenaje del día sábado a Matías Albornoz Piccinetti fue un reconocimiento de su comunidad. Además, fue la evidencia de que Matías pertenecía a una institución lo suficientemente organizada y sofisticada como para preocuparse por él e identificarlo como un individuo. Aquellos que denuncian la falta de visibilización de las muertes que ocurren en los márgenes de la sociedad también están diciendo, de algún modo, que esas personas carecen del beneficio de pertenecer a una comunidad lo suficientemente organizada como para poder homenajear su muerte.
Esta denuncia encierra una verdad y es indispensable; la lógica pesimista no lo es. Es cierto que las problemáticas de nuestra sociedad deben abordarse desde la óptica de los derechos, no desde la solidaridad. Pero su visibilización sí tiene mucho que ver con ésta última y, en definitiva, con la empatía.
Los muertos de un bando no son enemigos de los muertos del otro. En realidad, ni siquiera hay bandos; para los deudos hay solamente muertos y eso es lo más importante que un homenaje puede enseñarnos. Desear que todos podamos pertenecer a una comunidad que se preocupe por nosotros, antes que desquitarnos pidiendo que nadie pertenezca a ningún lado, constituye una lógica preferible. Desde ahí es posible construir un debate más amplio y una mayor conciencia de los espantos cotidianos que no percibimos.
Imágenes: Catalina Lombardo.