¿Cuál es el contexto de las inundaciones que destruyeron el sur de la Provincia? ¿Fue éste un desastre inevitable e imprevisible? Horacio Baca y Eduardo Naval entrevistan al ecólogo Alejandro Brown, y reflexionan en torno al uso político de la naturaleza como fuerza incontrolable. Una mirada crítica a la retórica oficial y su concepción de la caridad y la función pública.
Dos tipos se apoyan en una estatua de la Virgen. Tienen el agua hasta la cintura. La inundación destruyó su pueblo en sentido profundo: ya no parece un pueblo. Los signos que distinguen un pueblo de un conjunto de casas se han borrado, han quedado tapados por el agua. Los tipos tienen las manos en la cintura. Hay algo del orden de la resignación en su postura. En otro lado, un grupo de voluntarios carga a una señora, y otro grupo sube un colchón al techo. Pueblos pobres, que precisan de una mayor protección y en lugar de ésta reciben el peor de los desamparos. Y no es Dios, no es la naturaleza, no es una abstracción el elemento que les quitó todo. Perdieron lo que perdieron por razones mucho más mundanas. La escena transmite una sensación de caos e indolencia, como si lo social se hubiera disuelto sin demasiado escándalo.
Alejandro Brown, experto en biodiversidad y presidente de la fundación ProYungas, nos recibe en la sede provincial de esta organización sin fines de lucro. Sobre la mesa de la sala de reuniones hay mapas, documentos y algunos productos artesanales. Por la ventana se distingue el frente norte del parque Percy Hill, un remanente de la Selva Pedemontana que cubría la zona ocupada actualmente por los municipios de Yerba Buena y San Miguel de Tucumán. Nos presentamos, y explicamos por qué estamos ahí: queremos entender un poco mejor el contexto de las inundaciones que destruyeron el sur de la Provincia. “Prácticamente en todos los sitios lo que ha ocurrido ahora ya ha ocurrido en el pasado, los eventos están dentro de las magnitudes de las cosas que ya han ocurrido”, responde Alejandro. “Graneros se inundó, Lamadrid se inundó, y sucedió relativamente hace poco tiempo, no es que estamos hablando de los años cincuenta. Yo creo que el mayor problema de todo esto es que cada uno lleva agua para su molino o usa los argumentos para zafar de su responsabilidad”.
El titular de la Dirección Provincial del Agua (DPA), Juan Sirimaldi, expresó hace algunas semanas que “gran parte de esta situación se debe a la falta de retención de agua en la zona alta (…) si usted desmonta para sembrar soja, obvio que traerá problemas”. Alejandro no está de acuerdo. Nos dice, al respecto, que no es ésta la causa decisiva de las inundaciones, contrariamente a lo que se sostuvo en algunos medios y –en este caso- a través de canales oficiales. De hecho, el ecólogo opina que la deforestación se emplea para “desviar el foco de atención y no brindar ninguna solución”. Explica, en este sentido, que “toda la ladera de Tucumán están bastante bien conservadas y acá abajo se va a seguir inundando si sigue lloviendo como llovió”. Y agrega que “un ejemplo es la cuenca de San Javier, donde no hay otros factores en la crecida del Río Muerto (…) el proceso de deforestación fue inverso y sin embargo se produjeron las inundaciones”.
Existen otras lecturas. Alejandro Ríos, por ejemplo, sostuvo en una columna de La Gaceta que la tasa de deforestación en Tucumán “supera cualquier parámetro o escala” y que el Estado Provincial no puede controlar esta práctica, a la que el docente de sociología agraria califica como una tragedia. El climatólogo Juan Minetti, por su parte, señaló que la situación también es un efecto del cambio climático. Ricardo Grau, que se desempeña como profesor de ecología del paisaje e investigador de CONICET, apuntó a la saturación de los suelos y la edificación en áreas que tienden a ser afectadas por las inundaciones, dando el ejemplo de las urbanizaciones sobre paleocauces. Otros pusieron el foco sobre el déficit en el mantenimiento de la infraestructura o la sucesión de lluvias intensas.
¿Qué se hace entre tanto diagnóstico? ¿Cómo podemos discernir quién acierta y quién está equivocado? No es éste un problema nuevo. Las sociedades tienden a apoyarse en figuras que acumulan un tipo de saber específico, y los diversos dictámenes de experto no tienen por qué coincidir en todos sus puntos. Los profanos, los que no sabemos, nos relacionamos con estos discursos a través de argumentos de autoridad bastante opacos. No tenemos elementos para elegir entre uno y otro. Y eso a veces está bien. La coexistencia de perspectivas en la ciencia y el conocimiento es, al final de cuentas, una gran conquista.
Pero en política la cosa es distinta. El Estado es siempre y en cada caso el encargado de producir una síntesis entre los enfoques de los expertos, y optar por un curso de acción. Las políticas públicas requieren la elección de un remedio particular, independientemente de que existan alternativas o disensos. Aun así, la línea del Gobierno en el tema se caracterizó por obviar estas cuestiones, deslindando toda responsabilidad a partir de la idea de imprevisibilidad y catástrofe natural o, léase aquí, inevitable. “Es la forma de decir que nadie tiene la culpa, de que fue una fatalidad”, subraya Alejandro. “Y yo la verdad que creo que el mayor problema es la falta de planificación. Lo único que se hace son esfuerzos espasmódicos para apagar los fuegos, sin ningún tipo de previsión”.
Es bueno detenerse frente a la idea de catástrofe natural. Este modo de entender una tragedia implica siempre un elemento externo a la vida humana, que no puede ser controlado precisamente porque excede lo social. Y sus resonancias se enraízan en la fragilidad de las cosas frente al rayo fulminante de Dios, que es también la naturaleza, la fatalidad y lo imponderable. En Derecho hablamos de fuerza mayor, es decir, una circunstancia inevitable e imprevisible que libera a quien ha dejado de cumplir en condiciones extraordinarias. El concepto se diferencia del caso fortuito, inevitable pero ocasionalmente previsible, y se emplea para excluir diversos tipos de responsabilidad. En cualquier caso, la traducción al terreno político de esta noción se presta para las peores manipulaciones. Un ejemplo reciente ilustra este punto.
Beatriz Rojkés de Alperovich protagonizó recientemente una discusión con un damnificado de El Molino que llegó a difundirse en todo el país. La escena es tristemente célebre, lo que nos dispensa de ahondar en detalles, y acaparó la atención de medios y figuras nacionales que hasta entonces no habían dedicado ni un párrafo a las inundaciones en Tucumán. La idiosincrasia que pone de manifiesto esta reacción no merece mayor comentario; ya muchos han señalado –y con razón- cuán brutal es jactarse de la riqueza propia frente a alguien que lo perdió todo. Sí queremos subrayar una línea previa de la senadora, de menor repercusión: qué culpa tengo yo si viene el río. Pocas frases ejemplifican mejor el uso político de la naturaleza como factor irresistible.
Como se dijo, los expertos tienden a disentir cuando se trazan las hojas de ruta de las políticas públicas. Esto no significa que no coincidan ocasionalmente. En este caso, un número elevado de especialistas sostuvo que el desastre no fue en absoluto inevitable. Así, Antonio Roldán (docente de Hidroeconomía e Hidráulica Fluvial) afirmó que “esto que sucedió debería haber estado previsto”; Sebastián Moyano (doctor en Geología) indicó que “es poco lo que se ha hecho en materia de infraestructura (canales, desagües, etc.) y de ordenamiento territorial” para enfrentar la situación; Ricardo Grau advirtió que las estructuras encargadas de enfrentar la situación deben tener “un horizonte de funcionamiento y planificación de décadas, no de cómo llegar o adaptarse a las próximas elecciones”; y Alejandro Ríos se refirió con ironía a la idea de que todo ocurrió porque en Tucumán llueve demasiado: “No imagino al secretario de infraestructura de Toronto declarar lo que pasa es que acá nieva mucho”. Cabría responderle a Rojkés, en función de lo visto, que el río vino porque lo dejaron venir.
Alejandro Brown se explaya en este punto, y señala que “la evolución climática de aumento paulatino de precipitación y de población desde la época de 1940 hasta ahora no fue acompañado de un sistema de control y planificación en general (…) todo el desarrollo urbano tiene que estar de acuerdo a un mapa de riesgo de inundabilidad, que no existe, y por otro lado acompañado de toda una red de drenajes que considere los extremos, no la media. Si la infraestructura realmente fuese adecuada y bien diseñada no hubiesen colapsado tantos canales y diez puentes al día de hoy. La infraestructura es insuficiente y no estaba a la altura de las circunstancias, eso es claro. Nada de lo que pasó ahora es algo que no conocemos, todo ya pasó”.
En este sentido, algunos profesionales del tema recordaron varios proyectos truncados que habían sido concebidos para prevenir y enfrentar las inundaciones, como Sergio Pagani (decano de FACET) y Luis Suayter (doctor en Geología). En todo caso, no puede decirse que el Gobierno haya elegido mal de entre el menú de propuestas que ofrecieron distintos técnicos y científicos. Por el contrario, atravesó su retórica la idea de fuerza mayor y una actitud rescatista que, sin dejar de ser necesaria, de ningún modo borra las negligencias del pasado. De la lectura de los distintos diagnósticos de experto no surge una causa única e inequívoca para esta tragedia, pero sí hay algo que podemos sacar en limpio. No es que el plan haya fracasado, sino que más bien no hubo plan.
La senadora Rojkés no se limitó a insultar al vecino inundado, al que Aníbal Fernández redujo hace poco a un “provocador”. También le exigió solidaridad para con los funcionarios que habían acudido a El Molino, expresión poco afortunada en el contexto de una crisis humanitaria como la que afectó –y afecta- a muchísima gente en Tucumán. Solidaridad es una palabra delicada, porque pone en juego mucho de lo que se vivió en la Provincia en estas últimas semanas.
En diciembre del 2013 los saqueos revelaron algunos rasgos preocupantes de nuestra sociedad. De golpe todo el mundo estaba armado, y los acuartelamientos trajeron consigo una zona liberada en la que perdieron la vida 8 tucumanos (aunque algunas fuentes elevan la cifra a 40). Creemos que las inundaciones pusieron de manifiesto un rasgo distinto y acaso diametralmente opuesto: decenas de miles de tucumanos colaboraron, y abundaron los puntos de recepción de agua, pañales, repelente, alimentos no perecederos y vestimenta. La solidaridad generalizada sirvió para remediar –siquiera parcialmente- la situación de los inundados.
Ahora bien, cuando un damnificado se sitúa frente a un gobierno que -por la activa o la pasiva- lo ha perjudicado no está solicitando un gesto de caridad, sino que más bien está exigiendo una respuesta concreta y técnicamente eficaz de quien está obligado a responder. Por eso estas iniciativas merecen apoyo y halago, pero en modo alguno cubren la falta de servicio estatal. Por el contrario, la señalan: sólo en un contexto de indolencia e irresponsabilidad política puede resultar así de crucial la intervención de la sociedad en general y su impulso solidario. De ahí que las expresiones de la senadora produzcan tanta alienación; parecieran poner de resalto un modo de ver el mundo en el cual la función pública no implica responsabilidades, convirtiéndose apenas en una serie de actos discrecionales de un gobernante más o menos caritativo. Por estas vías se llega a la vieja disyuntiva de los populismos: caridad y benevolencia del soberano en lugar de reconocimiento de los derechos del súbdito.
La exigencia de solidaridad de Rojkés, que en realidad reclama agradecimiento, es un gesto feudal y autoritario que no ha pasado desapercibido. Preocupa más pensar en lo que vendrá, cuando se haya agotado el interés mediático por estos asuntos. Los especialistas, en otra rara coincidencia, señalan que las condiciones de gestación de este tipo de desastre no harán más que agravarse. Así las cosas, la insistencia política en la idea de fuerza mayor adopta un perfil verdaderamente trágico, y evidencia que los problemas de fondo aún son invisibles. Puede decirse, con algún exceso, que la próxima gran inundación ya está en marcha.
Termina la entrevista. Agradecemos el tiempo y la cortesía de la gente de ProYungas, y recogemos nuestras cosas. Expresamos, también, que ahora tenemos algunos de estos temas más en claro. Alejandro nos mira y sonríe. “Qué bueno, porque yo no. Pienso que este gobierno está haciendo lo posible para zafar y llegar hasta el final, y el que viene seguro hará borrón y cuenta nueva. Así es la tradición”.
Colaboraron en la realización de esta nota Manuel Martínez Novillo (h) y Atilio Boggiatto.
Imágenes: Ina Casanova.
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