La «democratización» de la Justicia: un balance

¿Cuál fue el destino de la Ley de Reforma Judicial? ¿Cómo se perfiló el debate público alrededor de este proyecto, y qué elementos decidieron su suerte? Manuel Martínez Novillo repasa el fallo en el que la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la inconstitucionalidad de esta iniciativa oficialista, y se pregunta acerca de los malos entendidos en torno a lo que implica la voluntad del pueblo.

Uno de los más singulares intentos del kirchnerismo de consentir la voluntad popular fue la Ley de Reforma Judicial que promovió en el año 2013, también llamada “Democratización de la Justicia”. En aquel texto presentado en el Congreso, los parlamentarios oficialistas opinaron que la forma de elección de los magistrados del Poder Judicial, al no responder al sistema de voto popular, lesionaba la soberanía del pueblo. Es decir, consideraron que los miembros del Consejo de la Magistratura debían ser elegidos de la misma manera que lo son los senadores y diputados nacionales. A pesar de que la ley fue aprobada en las Cámaras y entró en vigencia, el proyecto oficialista finalmente fracasó cuando la Corte Suprema de Justicia declaró su inconstitucionalidad por 6-1 (la disidencia fue de Raúl Zaffaroni).

Preámbulo.

Preámbulo.

En el fallo, la Corte Suprema sostuvo que la idea de la soberanía popular, es decir: el reconocimiento del pueblo como titular último del poder público a través del voto, está inscripta en la raíz de la Constitución, pero también lo están los procedimientos a través de los cuales ese mandato se expresa de manera efectiva y legítima. El Tribunal también incluyó en esta raíz constitucional una ponderación muy importante: ¿Qué sucede cuando estos procedimientos, no obstante manifestar una voluntad mayoritaria, son capaces de vulnerar otras normas o derechos que la misma Constitución proclama? En otras palabras, el modo en que son elegidos los miembros de algunos de los poderes del Estado debe representar la soberanía del pueblo en tanto depositario del poder pero sin dejar de tener en cuenta la coherencia general que las formas institucionales dan al espíritu de un orden constitucional. En este caso, la Corte consideró que la “democratización” del Poder Judicial vulneraría -conceptualmente y en los hechos- dos valores democráticos esenciales, como la obligación pública de representar y respetar a las minorías en los órganos de gobierno y la necesaria independencia de los poderes en una República.

La característica del Poder Judicial, en tanto organismo que decide sobre casos particulares y no sobre políticas generales, lo constituye en un privilegiado defensor de las minorías por sobre la expresión de la voluntad de la mayoría. Un ejemplo muy simple: los individuos pueden iniciar procesos legales y tener el derecho de ser escuchados cuando consideran que una política pública, impulsada por el Ejecutivo y aprobada por el Legislativo, los perjudica en el manejo individual de sus destinos. En este sentido, se trata del último nicho a partir del cual el individuo puede interpelar a los gobernantes. La independencia del Poder Judicial con respecto al resto de los poderes es esencial al momento de juzgar hechos que involucran políticas de Estado.

Al fallar en contra de la elección de magistrados a través del voto popular, la Corte Suprema consideró que este procedimiento, debido a su clara politización y partidización, atentaría contra la independencia de los poderes y, por con consiguiente, contra el respeto de las minorías. Muy probablemente los miembros electos del Consejo de la Magistratura serían candidatos del partido que ganara el Ejecutivo y eso, consideró la Corte, significaría el riesgo efectivo de convertir al Poder Judicial en un ámbito de poder más de la mayoría.

Leones por corderos.

Leones por corderos.

Una de las ideas más cuestionadas en el fallo es aquella que indica que la soberanía popular se expresa solo a través del voto. Invocar la defensa de la voluntad del pueblo manifestada de este modo para promover ideas que violentan valores constitucionales es un contrasentido, porque no existe ninguna garantía superior de la soberanía popular que el verdadero respeto de esos valores. La Constitución en sí misma es la prueba escrita y notoria de que los habitantes de un pueblo han accedido a un orden institucional, y que pretenden que este sea respetado por aquellos que tienen la tarea de dirigirlo temporalmente. La peor lesión que puede hacerse a la soberanía de un pueblo es no respetar ese pacto. La primera voluntad del pueblo es esa: ser gobernado en el orden institucional que aceptó.

Más o menos democracia

Considero que jamás sería legítimo un uso de la democracia como característica que no contemplara la siguiente idea: más democrático es aquel gobierno que permite o promueve que en las decisiones políticas participen la mayor cantidad de personas posibles. Esta idea expresa además otra noción, según la cual es posible determinar grados de democratización. Por ejemplo, el gobierno que pone en sincero debate comunitario y/o parlamentario sus políticas públicas y el destino del dinero de los contribuyentes es más democrático que aquel que toma estas decisiones discrecionalmente y en solitario. Más democrático es el gobierno que no impone sus posiciones a través del ejercicio de sus mayorías en los órganos institucionales y que, por el contario, prefiere someterse a la crítica y a la opinión de los demás.

Un debate serio en torno a la forma de elección de los magistrados hubiera sido, sin dudas, algo deseable. También lo es una discusión que ponga en duda si el acceso a la Justicia es verdaderamente igualitario; el mismo presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, se plantea el tema con mucha franqueza en su último libro y lo considera el verdadero sentido de una justicia democrática. Pero el kirchnerismo no propuso debatir nada de esto: su mayoría votó la reforma casi a libro cerrado.

Nuestra práctica institucional no prohíbe que un bloque legislativo se niegue a debatir. Es cierto. Pero la relación entre las leyes y el ejercicio democrático es más compleja. El acto fundacional de una república, como dije, supera cualquier acuerdo coyuntural: su constitución es la voluntad de una nación. Consecuentemente, en el mismo momento en el que el pueblo proclama constitucionalmente que una parte importante de sus gobernantes serán elegidos periódicamente a través del voto popular, también implanta en el orden institucional la defensa de las minorías que, a pesar de haber perdido la elección, no pueden quedar excluidas de una representación efectiva en los órganos de gobierno.

Perros de paja.

Perros de paja.

Esta representación, en la mayoría de los sistemas, está garantizada en los cupos que tienen las primeras y hasta las segundas minorías en los órganos parlamentarios. Pero el espíritu democrático con que nacieron los estados de derecho es más exigente: él le pide a los gobernantes el efectivo y real contrapeso de la opinión plural. Una práctica política como la utilización verticalista, solitaria y obsecuente de la mayoría parlamentaria imposibilita, en los hechos, el debate legislativo y le niega al pueblo un derecho constitucional esencial como es la expresión de sus minorías. Roberto Gargarella, con otros argumentos, llega a decir (aquí) que se trata, en resumidas cuentas, de una práctica inconstitucional.

Así, el kirchnerismo puede, mientras posea mayoría propia en las Cámaras, legislar sin considerar en absoluto lo que opinen las fuerzas opositoras. Sin embargo, cuando un gobierno deja de escuchar las diversas posiciones que se dan cita en el debate público, blindándose contra esta forma de participación, está al mismo tiempo lesionando el principio de raigambre constitucional que manifiesta el deber de construir un orden político sin exclusión de las minorías.

Un límite institucional

Los estados constitucionales son nuevos en la historia humana: aparecieron hace poco más de doscientos años. Nacieron con una marca que pretendía distinguirlos definitiva y tajantemente de los regímenes monárquicos: en un estado de derecho, la ley y las instituciones velan por los derechos del pueblo considerado en forma íntegra. Un gobierno que decide no representar esta totalidad y ejerce el poder solo en nombre de sus seguidores se aleja irremediablemente del ideal democrático.

La guerra contra el cliché.

La guerra contra el cliché.

Muchos proyectos impulsados por el kirchnerismo llegaron a concretarse, y algunos de ellos sirvieron para extender derechos y avanzar sobre causas de corte democrático. Otros, más oscuros y chapuceros, fracasaron al encontrar un límite del orden institucional. Uno de ellos es la citada Reforma Judicial. Y esto es afortunado, ya que es imposible creer que esta “democratización” tenía intenciones verdaderamente democráticas, si se entiende que la democracia es el gobierno del pueblo. En ella no se distinguió más que el obsceno intento del kirchnerismo de anular, colonizar y –por lo tanto- destruir al Poder Judicial. Es todo lo contrario de la democracia: es más poder para menos. Cristina Fernández de Kirchner dejará este año el gobierno lamentándose no haber hecho todo lo que le vino en gana. La razón es que las instituciones -simplemente porque existen- a veces funcionan.

Colaboró en la realización de esta nota Horacio Baca Amenábar.

Imágenes: Eduardo Naval.

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