¿Qué pasó con el anteproyecto de reforma del Código Penal? ¿En qué condiciones se dio el debate sobre el borrador? Horacio Baca Amenábar repasa los detalles de una polémica ruidosa y confusa, y se pregunta acerca de la relación entre el Derecho Penal y la democracia.

A mediados de febrero, cuando el año legislativo aún no había comenzado, Cristina Fernández de Kirchner recibió en su despacho a los miembros de la Comisión para la Reforma del Código Penal. En la foto se destacaban el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, el diputado Federico Pinedo (PRO), los ex legisladores Ricardo Gil Lavedra (UCR) y María Elena Barbagelata (Partido Socialista) y el ex ministro de seguridad bonaerense León Arslanian. El anteproyecto de reforma, fruto del trabajo de esta comisión, era –y es todavía- poco más que un borrador. Cristina anunciaría luego, en su discurso de inicio de las sesiones ordinarias, que su intención era enviarlo al Congreso “a la brevedad”. Sin embargo, la energía y la determinación de aquel anuncio parecen haberse disipado, e incluso es posible que el anteproyecto (al menos en su redacción actual) no alcance estado parlamentario. Las consideraciones teóricas del Derecho Penal, la jurisprudencia y las conclusiones de los congresos especializados se dejaron de lado. Obró la política.

La piedra del zapato.

La piedra del zapato.

Nuestro Código Penal, sancionado en 1921 y promulgado en 1922, ha sufrido –hasta la fecha- más de 900 modificaciones. El resultado es un verdadero frankenstein normativo, plagado de problemas sistémicos y estructurales. El anteproyecto de reforma pretende hacerse cargo de ese desorden ligeramente dantesco, y unificar en un solo texto la legislación penal, hoy dispersa entre el Código y las diversas leyes especiales. Se suprime el concepto de peligrosidad (que sirve para juzgar a la persona y no a sus actos), se introducen penas alternativas y varían muchas escalas penales, entre otras novedades. Una escala penal, básicamente, es el rango en el que el juez puede aplicar la pena, es decir, sus máximos y mínimos. La reducción de este rango en varios delitos fue uno de los puntos fuertes de la hecatombe mediática que se desató en torno al anteproyecto. Otro fue la eliminación de la reincidencia, una figura que, mirada de cerca, grafica muy bien el modo en el que el sistema penal crea sus propios clientes. La pena, que en teoría resocializa, se agrava frente a su propio fracaso. El reo, deficientemente resocializado, sufre una condena mayor porque el sistema no sirve para resocializar. De cualquier modo, la reacción en contra del proyecto apuntó más bien al espíritu general de la reforma, que oscilaría hacia el garantismo. Y nadie encarnó esa reacción mejor que Sergio Massa.

Un mamarracho político

El año pasado, en su columna de La Nación, Beatriz Sarlo pensó a Massa como un hombre con el rostro partido. Su sonrisa, siempre radiante, no varía. Pero sus ojos no dejan de calcular. En efecto, el demagogo clásico es así: calculador y receptivo. No propone ni se impone, sino que recibe y procesa las emociones de su audiencia. En el fondo, lo que busca es convertirse en un canal, un conducto casi chamánico que manifiesta fuerzas externas y extrañas; en este caso, la percepción popular de las garantías como un mecanismo que sólo aprovechan los delincuentes. Zaffaroni señaló –con razón- que muchas de las críticas hacia el anteproyecto partían de malos entendidos y, por qué no decirlo, de ignorancia lisa y llana. En los argumentos que Massa ofreció en contra de la reforma se mezclaron cuestiones procesales no reguladas en los códigos de fondo, denuncias en contra de la abolición de una prisión perpetua que –en los hechos- no existió nunca, propuestas de consultas populares constitucionalmente vedadas y una serie de puestas en escena jurídicamente insignificantes. Quizá la más lamentable sea el encuentro que protagonizó junto a “Madres del dolor”, una asociación que nuclea a mujeres que perdieron a sus hijos en diversos hechos de violencia. «Nosotros sólo queremos que les expliquen a ellas y a sus familiares en qué estaban pensando cuando hicieron este mamarracho de Código Penal», soltó el ex intendente de Tigre mientras señalaba al grupo de madres, cada una con un ramo de flores. Cicerón, en El orador, admitía haber llegado a enfrentar los tribunales con un bebé en brazos como instrumento de efecto y persuasión. No es difícil ver el paralelismo.

Massa supo aprovechar su duelo verbal con Zaffaroni, con algunos intercambios que no merecen comentario, y el resto de la oposición quedó en fuera de juego. Ernesto Sanz se distanció del trabajo de Gil Lavedra y Macri, por su parte, se pronunció enfáticamente en contra de una iniciativa en el que había intervenido, desde el primer día, uno de sus diputados. Si bien es cierto que pueden existir diferencias dentro de los partidos y los bloques, y es sano que así sea, en este caso parecieran ser otros los elementos en juego. Se alegaron razones de oportunidad, y se denunció el uso político del anteproyecto, pero lo cierto es que, en tiempos electorales, puede ser muy redituable relacionar las problemáticas de seguridad con leyes penales más estrictas. Massa explotó esa relación, y logró contagiar al resto de la oposición, provocando así una reacción en cadena. El tema se instaló en la agenda pública en sus términos.

Amores que matan

El once de marzo, y ya en medio de una polémica llena de ruido, Jorge Capitanich declaró que el envío del anteproyecto al Congreso “será decisión de la Presidenta”. Una afirmación curiosa, considerando que Cristina ya había manifestado su intención de apoyar la reforma diez días antes. Si bien es cierto que el apoyo había quedado supeditado al análisis posterior del Ministerio de Justicia, las palabras del Jefe de Gabinete se prestan a malos entendidos. Quizá el propio oficialismo fue víctima de la operación mediática que se empeñó en denunciar. Juliana Di Tullio, diputada nacional por el Frente para la Victoria, sumó incertidumbre al sostener que el proyecto “no tiene estado parlamentario, es sólo un borrador. No sé si se va a tratar en el Congreso este año, por ahora es lo que es, un borrador; lo demás es pura fantasía». Capitanich ratificaría, luego, la voluntad de discutir el anteproyecto en el Congreso, pero sin profundizar e incluyéndolo en un paquete de leyes más amplio. Algunos analistas sostienen que estas vacilaciones y eufemismos tienen que ver con las dudas que todo esto ocasiona dentro del propio kirchnerismo.

Caer de pie.

Caer de pie.

Las críticas que señalan el uso electoral de la reforma no resisten el menor análisis; es evidente que es éste un esfuerzo impopular, que requiere mucha determinación y voluntad política. Massa estaría ocupando, por lo tanto, la posición más nítidamente peronista: una oposición popular (algunos dirían populista) a leyes impopulares. Ese olfato, en el marco de una migración de cuadros y dirigentes kirchneristas hacia el Frente Renovador, sin duda preocupa a muchos. Otros, como Héctor Recalde, optaron por aferrarse a una herramienta cada vez más común en las filas del oficialismo: la paranoia. El diputado sugirió, con alguna ambigüedad, que detrás de las críticas de Massa se escondía la mano negra de grupos de poder que se verían expuestos en caso de sancionarse el anteproyecto, ya que éste hace punibles a las personas jurídicas. El ultraoficialista Diario Registrado llegó a publicar un repaso global de la polémica caracterizando a Massa como un “representante de las corporaciones”. La lectura paranoica sirve para aumentar la confusión y empañar un dato evidente: los intereses del ex intendente de Tigre son electorales, no conspirativos. Sirve, también, para dejar en evidencia a algunos sectores dentro del proyecto oficialista que posiblemente no entienden la reforma, probablemente no la apoyarían en otras circunstancias y se sienten expuestos por ella. (Continúa en página 2)

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