¿Podemos decir cualquier cosa y desde cualquier lugar? ¿Cómo se relaciona el derecho a la libertad de expresión con las limitaciones al discurso de odio? Marcelo Giullitti Oliva analiza los comentarios homofóbicos de un profesor de la Facultad de Derecho, y pondera cómo responder a ellos desde los instrumentos de DDHH.
El primero de julio un grupo de alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán, miembros de la agrupación Franja Morada, hicieron una presentación a fin de poner en conocimiento de las autoridades que el profesor Pascual Viejobueno (docente de Filosofía del Derecho) había vertido numerosos comentarios homofóbicos durante el dictado de una clase.
En la presentación, los alumnos citan fragmentos de esta clase en los que el docente reduce el matrimonio igualitario a una “ley totalmente absurda, antinatural” y caracteriza la homosexualidad en sí como algo que “no es normal”. Además, solicitan que la Universidad sancione al profesor Viejobueno (además de crear una cátedra paralela en la materia) y explican que este tipo de comentarios no son la excepción en sus disertaciones, sino más bien la regla. Se trata de un episodio que nos empuja a debatir nuevamente conceptos elementales en nuestra convivencia democrática, aún muy joven.
La libertad de expresión es precondición de cualquier noción de democracia que se sostenga: desde la más limitada que alude al mero ejercicio electoral, donde la libertad de expresión es resaltada entre los contendientes electorales, hasta una concepción deliberativa, donde la libertad de expresión debe ser asegurada por el Estado para que los individuos puedan sostener un “debate público robusto, desinhibido, vigoroso” (caso New York Times v. Sullivan).
Sin embargo, se nos presenta la siguiente pregunta: ¿puede la libertad de expresión amparar un discurso que vaya en contra de la propia posibilidad de la libertad de expresión?
Tras las terribles experiencias que el mundo vivió a raíz de la Segunda Guerra Mundial, el discurso de odio o “hate speech” fue previsto como una limitación a la libertad de expresión por los instrumentos de Derechos Humanos que forman parte de nuestro bloque de constitucionalidad (CADH, art. 13 inc 2 y 5 , PIDCyP, art. 19 inc.3), en un claro reconocimiento de que la democracia no puede tolerar acciones que tiendan a su propia destrucción.
Es difícil definir el discurso de odio debido a la multiplicidad de significaciones que se le han atribuido. Entre las múltiples acepciones podemos ver dos elementos característicos: es un discurso dirigido contra un grupo en razón de lo que diferencia a tal grupo (raza, sexo, religión, orientación sexual, etc.), y es incompatible con el ejercicio de la democracia, debido a que en última instancia ataca la posibilidad misma de participación en igualdad.
De la lectura de estos instrumentos es posible distinguir tres niveles dentro del discurso de odio: (i) las expresiones que constituyen un delito, (ii) las expresiones que no son sancionables penalmente pero que podrían justificar un proceso civil o sanciones administrativas, y (iii) las expresiones que no son legalmente sancionables pero aún, según el Plan de Acción Rabat de la ONU, generan preocupación en términos de tolerancia, civismo y respeto de los derechos de los demás.
En líneas generales, podemos decir que nuestro sistema constitucional no permite que cualquier expresión sea protegida, y que debemos sospechar de aquellas que se dirigen específicamente en contra de grupos en razón de la diferencia que los caracteriza. Por ejemplo: la estigmatización de un amplio conjunto de personas a causa de sus preferencias sexuales, en este caso desde una presunta “normalidad”. No es otra cosa lo que hizo -y, según la denuncia, hace con regularidad- el docente Viejobueno durante el dictado de sus clases. No nos queda claro cuál es la relación posible de esta mirada discriminatoria con los contenidos iusfilosóficos que debe impartir para justificar su salario.
Un profesor universitario es un funcionario público designado por una facultad, que a su vez pertenece a una universidad creada por ley del Congreso. Debe transmitir los conocimientos y destrezas necesarios para obtener un título habilitante de la profesión (aprobado por el Ministerio de Educación). Algo resulta claro: cuando un profesor dicta clases, está representando al Estado. Hay entonces una responsabilidad aún mayor en su función, que se acrecienta al tomar en cuenta la asimetría de su relación con el alumno, sobre el que inevitablemente ejerce una forma de poder.
Si el profesor realiza comentarios que, más allá de responder a su ideología personal, resultan abierta y profundamente discriminatorios, es el Estado mismo el que está discriminando. Las expresiones discriminatorias en este caso no son “meras opiniones”, sino que se transmiten como un saber técnico, un conocimiento que forma parte necesaria y esencial del programa de estudios de una carrera. Un pedazo de información que el estudiante debe aprender para aprobar la materia y, eventualmente, acceder a un título habilitante. El escrutinio al cual debe someterse todo discurso es necesariamente mayor en razón del cargo docente y la responsabilidad que éste conlleva.
Descartando la posibilidad de que el caso particular constituya un delito, podríamos sostener que las expresiones vertidas por el profesor claramente entran dentro del segundo tipo de discurso de odio. No es irrazonable entonces solicitar que se imponga como sanción administrativa que el funcionario cese en su conducta discriminatoria, o que pida disculpas públicas en el mismo ámbito en el cual se realizaron los comentarios. Aún cuando la Facultad no contara con reglamentaciones específicas que prohíban tales prácticas, la ley 23.592 prevé que quien realice una acción discriminatoria pueda ser «obligado, a pedido del damnificado, a dejar sin efecto el acto discriminatorio o cesar en su realización y a reparar el daño moral y material ocasionados».
La jurisprudencia internacional ha avanzado mucho a este respecto, como se puede observar en casos interesantes resueltos por el Comité de Derechos Humanos (tal como el antecedente “Ross c. Canadá”, sobre expresiones antisemitas publicadas por un docente de una escuela pública), así como el desarrollo del concepto de “abuso del derecho” (art. 17 del CEDH) realizado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en numerosos precedentes sobre libertad de expresión.
En última instancia, y más allá del pedido de sanciones que formularon los alumnos en este caso, la discusión recae nuevamente sobre qué entendemos por libertad de expresión en una democracia. Pensamos que la homofobia no es ya una posibilidad legítima dentro del juego democrático, pero ello no significa que aquélla deje de ser una pregunta compleja y sumamente problemática. En todo caso, su respuesta no puede ignorar las posiciones relativas de las personas involucradas.
Cuando un profesor autorizado y pagado por el Estado introduce su homofobia en los contenidos que debe impartir, está -al mismo tiempo- comprometiendo al sistema educativo y a sus usuarios: los alumnos. Que, dicho sea, muchas veces son violentados en forma directa (y en razón de su concreta orientación sexual) por este tipo de comentario discriminatorio. Aprovechar una posición de poder institucional y autoridad epistémica para estigmatizar a los demás no es sólo intolerable por tratarse de “hate speech”. Hay también mucha cobardía allí.
El autor es abogado, miembro de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y docente de Principios de Derechos Humanos y Derecho Constitucional de la UBA.
Colaboraron en esta nota Manuel Martínez Novillo y Horacio Baca.
Imágenes: Evi Tártari.