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¿Cuánto queda de la película cuando se le injerta una pista de sonido extraña? ¿Qué entienden o creen entender aquellos que defienden el doblaje? Las bondades de conservar la obra original, en la que subsiste la perspectiva de una cultura. Y todo lo que se pierde en cierta tendencia al doblaje que parece avecinarse.
Aunque la película Los Muppets (2011, James Bobin) se estrenó en Tucumán con catorce funciones en los cuatro cines de la provincia, ninguno ofreció la versión original subtitulada (VOS). La cartelera de espectáculos del diario La Gaceta ni siquiera hizo la aclaración; se limitó a dar los horarios. La película permaneció un mes y medio en cartel; y aunque no se trató de un paso estruendoso, para los tiempos que corren esa cantidad de tiempo la convierte en algo así como un éxito de las pantallas locales.
Pero en Tucumán nadie pudo ver Los Muppets en su versión original. El pobre consuelo que tenemos los espectadores tucumanos es que en el resto del país la cosa no fue nada mejor. La película se pasó en 116 pantallas argentinas; sólo tres dieron la VOS (una en la CABA, una en Vicente López y una en la ciudad de Córdoba) y tan sólo programaron una función diaria por pantalla.
En defensa del resto de los cines merece decirse que Disney, la productora de la película, no hizo copias en 35mm de la cinta original con subtítulos; la copia que ofrecía era en formato digital. En la informativa nota “Los Muppets en inglés con campaña en Twitter de aguante” (publicada en cinesargentinos.com), Sir Chandler opina que si Disney hubiera hecho copias en 35mm, de seguro más cines la habrían pasado. ¿Por qué no las hizo? Básicamente, porque los copias en 35mm son una inversión incomparablemente mayor a las digitales. Es dable pensar que Disney consideró que la VOS era incapaz de remontar en taquilla la inversión y apostó a la seguridad que le daba la versión doblada (esta sí en 35mm).
Si se le pidiera explicaciones a cualquier distribuidor o dueño de cine acerca del «asunto Los Muppets«, la respuesta sería la misma y sería entendible: películas como éstas tienen más éxito en su versión doblada y, dadas estas circunstancias, no era viable pasar la versión subtitulada. A Los Muppets no le fue mal en cartel: ni en Tucumán, ni en el resto del país. Me encantaría decir que si hubiera habido más funciones subtituladas, la película habría tenido más éxito, pero no lo sé. Una desafortunada seguidilla de decisiones comerciales (nunca artísticas: nunca se juzgó a la película como algo distinto de “una para niños”) fue lo que provocó que Los Muppets casi no fuera exhibida en nuestro país en las condiciones apropiadas.
En una breve nota incluida al final de su libro Discusión (1932), Jorge Luis Borges ya se opuso al doblaje y refutó muchos de los argumentos que pueden –y podían- aducirse en su favor: “Quienes defienden el doblaje razonarían (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrio injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe recordar que la mímica del inglés no es la misma que la del español”.
Existen buenos doblajes: es fama que Los Simpsons en versión latina le gusta a todo el mundo y que muchos enarbolan el caso para defender esta práctica. Quienes lo hacen olvidan, o eluden, dos cosas: por un lado, que no se percibe, como ya notaba Borges, del mismo modo el doblaje de animaciones que el de actuaciones; y, por otro, que las condiciones de la reproducción televisiva son totalmente distintas a la de los estrenos comerciales. Cuando circulamos las canales de televisión percibimos (y elegimos) con una disposición muy diferente a cuando asistimos a la proyección de una película en una sala; son dos prácticas que involucran espectadores y productos distintos. Una película puede llegar a ser soportada (creo) en su versión doblada cuando la cruzamos en casa; una serie televisiva puede resultarnos costumbre y hasta hacernos encariñar con su estilo aunque no esté hablada en el idioma original.
Es necesario decir que el doblaje de Los Muppets podría haber sido mucho peor: las canciones están bastante bien versionadas y muchas voces no son insoportables. Por otra parte, los Muppets fueron personajes televisivos y ciertamente son muñecos, no personas (aunque la película tenga también muchos actores, cedamos un segundo por mor de la objeción). Sin embargo, pienso que los problemas persisten.
Por un lado, estamos hablando de una película, de una obra en sí misma, llamada Los Muppets, que fue concebida y realizada para ser vista en las salas en las condiciones normales, no de un capítulo más en una serie televisiva que puede verse de cualquier modo y en cualquier momento. Por otro lado, aun considerando el aceptable doblaje, se pierden muchas cosas; se pierden, de hecho, las mejores. Se pierde la agilidad y el timing con que se dicen los chistes, que en muchos casos no son tan ingeniosos como bien posicionados. Se pierde la banda sonora en inglés, que es realmente inolvidable; posee canciones hermosísimas (“Life´s a Happy Song”, “Pictures In My Head”, “Man Or Muppet”, por nombrar algunas), muy superiores a las correctas versiones españolas. Se pierde el mejor personaje de la película, la rana Kermit, que en la versión original es una gran estrella de vuelta de la fama. Una estrella que soporta el menosprecio y las burlas de los seres humanos con una dignidad intocable, con la serenidad de un gran líder que siente la confianza y la exigencia de tener una tropa a sus espaldas. La voz inglesa es una construcción actoral impecable de Steve Whitmire. En español, Kermit es una rana chillona, típica de las malas caricaturas.
En más de un sentido, Los Muppets en español es otra película, quizás no la peor película, pero sin dudas no la deliciosa comedia musical que es originalmente. Y aunque pueda defenderse la versión doblada, no puede defenderse la imposibilidad de elegir cuál versión prefiere uno ver.
El cine es quizás entre las artes la que tiene las mejores armas para achicar las distancias culturales y lingüísticas. Puede retratar casi literalmente una sociedad, mostrar sus costumbres, sus lugares, sus gentes y sus modos de comunicarse; por su inherente condición realista está casi obligado a hacerlo.
El subtitulado es un acto de conciencia y de humildad. En un país como la Argentina donde la sensibilidad nacionalista está a flor de piel, puede sonar provocador afirmar que uno de los mayores valores culturales que poseemos es que los estrenos de cine aún se pasen, mayoritariamente, en versión original con subtítulos. Y es aún más importante que la gente, (según creo) los prefiera. En España, Francia e Italia, sólo por nombrar algunos países centrales culturalmente, el caso es opuesto: lo común es el doblaje. Que los argentinos seamos capaces de sentir (conciente o inconcientemente) las distancias culturales e idiomáticas y podamos disfrutar de esa lejanía, constituye un gran acto de humildad cultural y, por ello, una vía regia hacia el conocimiento.
Conocer el sonido de un idioma, sus músicas, sus pausas, su gestualidad es una de las formas en las que se conoce el mundo; el subtitulado no es sólo para los amantes del cine o para los que saben inglés (o francés o italiano o ruso) o desean aprenderlo, es también, para cualquier ser humano que sienta la curiosidad de saber algo más acerca del resto de los seres humanos. Y como ha estado diciendo Aristóteles desde hace más de dos mil años: los hombres están inclinados naturalmente a conocer. La idea de que la mayoría de la gente no quiere aprender o de que no es capaz de esforzarse en entender y de que hay que darle las cosas predigeridas, es un prejuicio impuesto por los paladines de la beneficencia y las “buenas intenciones”.
Es innegable que el doblaje es la forma que tienen los niños y la población no alfabetizada de acceder al mundo del cine. (Me avergüenza incluir a este último grupo en el argumento, porque ante todo su derecho es a la educación, no a ver películas dobladas. Debo hacerlo, sin embargo, porque así lo hacen frecuentemente los promotores del doblaje). De todos modos, ahora no intento oponerme por completo a doblar films, más bien quiero recalcar que si se desea disponer de posibilidades culturalmente variadas y provechosas, no conviene menospreciar el valor de una obra que, mientras permanezca íntegra y original, es capaz de reflejar rasgos de una cultura ajena y (a veces) muy lejana. No hay nada en el hecho de que el doblaje sea aceptable en ciertas ocasiones que se oponga a esta idea.
Las descargas de Internet y los sitios de filmes online brindan la posibilidad de ver las películas que no se estrenan en Argentina (muchísimas no son de circuitos tan marginales) y también aquellas que no llegan al DVD, que son menos pero no tanto. En Internet, además, prolifera el subtitulado. ¿Qué estará ocurriendo? Si uno maneja mal un negocio, si no trata con respeto a sus productos y no considera las variedades que puede ofrecer, los clientes tienden a desaparecer o a buscar otros que den mejores ofertas. Sucede así con las heladerías, sucede así con la proyección y distribución del cine. Mientras sigan ocurriendo casos como el de Los Muppets, la piratería seguirá imponiéndose con justicia.
Por supuesto, algunos dirán que contra la gratuidad absoluta no se puede combatir. Es cierto. Yo no conozco la solución del problema, pero estoy seguro de que no servirá de nada dejar de respetar a los productos y a los creadores cinematográficos; tampoco ayudará (pienso) proponer soluciones que nieguen la realidad de Internet como medio de distribución del cine. El canal digital pago Netflix, que en abril de 2013 contabilizó 36.3 millones de suscriptores en todo el mundo, parece transitar por la senda de la conciencia.
No se le puede impedir a una empresa que estrene la versión doblada de su película. Más probable sería aducir alguna forma de la propiedad intelectual para lograr que una obra goce obligatoriamente de la posibilidad de ser vista tal como fue concebida y realizada. Genaro Góngora Pimentel, quien fuera presidente de la Corte Suprema de Justicia de México cuando en el año 2000 se trató el veto del artículo de la Ley de Cinematografía que limitaba el alcance del doblaje sólo a películas infantiles y de contenido educativo, declaraba entonces: “La defensa de la identidad cultural no se hace comprando productos extranjeros y poniéndoles una etiqueta en español, la identidad cultural se defiende creando y produciendo, en este caso films. Cada vez que se dobla una película se pierde y se mutila la calidad de la obra artística presentada.” Una interesante tarea para un organismo del Estado, abocado a la promoción de la cultura y conciente de sus implicancias, sería garantizar el respeto a la calidad y la integridad artística, sin distinguir banderas ni idiomas.
Imágenes: Atilio Boggiatto