Prostitución, trata y sentido común

¿Cómo se percibe la prostitución en la cotidianeidad? ¿Cuál es la relación de esta práctica con las redes de tratas de personas? Mariana Rodríguez Fuentes recuerda su experiencia cubriendo el juicio por Marita Verón, y reflexiona en torno a la naturalización del machismo en el sentido común de nuestra sociedad.

La tensión oscureció el aire. Se había roto el acuerdo y algunas de nosotras no queríamos estar más ahí ni participar de algo que no habíamos pedido. Sobre el momento se creó un nuevo acuerdo: no participaríamos del “show”, pero nos iríamos cuando terminara. La despedida de soltera prosiguió, entonces, con una ronda. La agasajada, un poco desorientada, en el centro; la música calentando los motores de la stripper que se preparaba en la cocina de la casa y el grupo disidente en el patio, fumando algo sin parar de hablar.

Una fe común.

Una fe común.

Recuerdo que la anécdota es poco feliz para mí. Se mezclaron varias cosas. Por un lado, mis amigas y yo de pronto éramos las pacatas mala onda que le cagaron la despedida a la futura novia; por otro lado, no podía lidiar con la idea de pagarle a una chica para que se desnude y baile delante de todas. Pocos meses atrás había terminado el juicio por la desaparición de Marita Verón y yo lo estaba cubriendo desde la primera audiencia en Tribunales. Para esa época ya había oído los testimonios de muchas víctimas de trata. De mujeres que habían dejado la prostitución, y de otras que seguían en ella. Había escuchado a fiolos defenderse y declararse víctimas. Había visto a familias destruidas, pero sobre todo, había entendido el entramado de complicidades y participaciones que hacían posible que tantas chicas, secuestradas o no, sean parte de tan violento mercado sexual. Una stripper era para mí un pequeño eslabón dentro de esa gran cadena. No pude sentarme a mirar como si de un show se tratara y despojarme de todo lo que venía procesando. Pero tampoco podía esperar que en pocos minutos alguien comprendiera algo que a mí me llevó años.

La despedida de soltera terminó finalmente con unas pocas afuera, otras pocas adentro. Unas muchas sin saber bien cómo manejar o qué hacer con lo que acababan de ver. Otras pocas que finalmente sí supieron qué hacer y el plan incluía poca reflexión, muchos tragos y la música más fuerte.

Lo que esconde el sentido común

Aquel juicio, el de Marita, el juicio de resultados tan decepcionantes, me hizo tomar una postura frente a la prostitución y terminó de desnaturalizar ideas que desde mi acercamiento al feminismo venía procesando y replanteándome. Yo ahí no vi al “trabajo más antiguo del mundo”, ni vi mujeres que hicieron “plata fácil”; mucho menos oí sobre buenas experiencias o finales felices. Las que pudieron y se animaron a contar sus historias eran mujeres que parecían dar cualquier cosa por volver el tiempo atrás y no haber estado ahí. Las secuelas se veían en sus cuerpos, se oían en sus voces, se notaban en sus pulsos. Recuerdo que una de ellas contó que contrajo VIH trabajando alguna plaza, períodos de 10 o 15 días en los que las mujeres cumplen jornadas de hasta 12 horas en los prostíbulos, donde los clientes pagan más para no usar condón. Claramente no era algo que ella pudiera elegir; se trataba de un servicio más que debía prestar. El relato de esa chica que se animó a declarar terminó por erizarme la piel.

Novela familiar.

El fin de los canallas.

A la historia la escuché mil veces. Surgía en los asados donde se reunía mi familia paterna, y surgía junto al tema de los varones que están dejando de ser niños. La postura de mi tío y de mi abuelo siempre era la misma: “hay que llevarlos al puterío”. Es decir, mandarlos a que debuten con una puta. Algunas mujeres de mi familia se reían y más o menos compartían la idea. Otras protestaban, sí, pero entre dientes. Mi mamá era una de ellas. En casa su opinión era más clara: no estaba de acuerdo, aunque nunca me explicaba qué era lo malo. La anécdota de “ese tema” era siempre la misma. La historia de mi abuelo que los llevó a debutar a sus hijos. Se llevó niños y trajo hombres.

La verdad es que mi abuelo nunca me cayó bien, incluso cuando yo tenía ocho años y no entendía de qué hablaba.

No recuerdo muchas charlas familiares relacionadas con la prostitución. Mi papá siempre sostuvo que a las mujeres que lo hacen les gusta la plata fácil. Mi hermano, más tajante, decía que jamás le pagaría a nadie para tener sexo. Mi mamá… no recuerdo su opinión. Sólo recuerdo que el tema la enojaba, sobre todo con mi papá.

Pienso ahora en mis amigas y primeras compañeras de militancia lésbica, las Cruzadas. Pienso en los meses antes de que comience el juicio por Marita Verón, cuando los debates sobre el abolicionismo y el reglamentarismo empezaron a llegarnos más fuerte. En ese proceso nos dimos cuenta de varias cosas. Primero, que nuestro discurso estaba lleno de sentido común, de ideas como las de mi abuelo y mi papá. Y el sentido común por lo general es machista. Segundo, que no podíamos hablar de trata sin hablar de prostitución porque entendimos que el vínculo entre ambas no podía ser más estrecho. Más adelante, y ya en medio del juicio, la cobertura periodística invisibilizó y eludió esta relación tantas veces como le fue posible.

“Sin clientes no hay trata”. Una frase contundente del feminismo abolicionista que nos daba vueltas en la cabeza. Decidimos darle un giro: “sin clientes estarían ellas”. A la frase la acompañaba el rostro de Marita. Y otra vez, piel erizada.

Grandes mujeres.

Ciudades invisibles.

Una cuestión de convicciones

Pasaron cientos de audiencias, pasaron muchas lágrimas, quedaron muchas dudas; hubo tanto, tanto ridículo. Quedó en evidencia tanta, pero tanta impunidad. Y finalmente, salieron libres trece. Muchos otros sintieron el poder de la impunidad. Y yo, en esa sala, esa noche, luego de seis horas de espera por el resultado de un juicio de once meses, no pude salir corriendo tras la familia y los abogados de Marita para entrevistarlos. Se me quebró la garganta. No pude contener el llanto. Ni el miedo. Ni la desilusión.

Y sin profundizar en los giros actuales de las condenas de esos treces imputados, todavía me pregunto, ¿qué paso ese día? ¿Qué funcionó mal durante todo el juicio para que aquellos, que todos vimos como culpables, salieran caminando en libertad? Miles de chicas siguen desapareciendo y las desaparecidas parecen haber sido succionadas por la tierra. ¿Dónde están? ¿Por qué no podemos recuperarlas?
Una puede leer, aprender y repetir: “existe un sistema corrupto que posibilita que desaparezcan mujeres”. Una puede reconocer en el juicio por Marita a cada actor de ese circuito de mafiosos. Una puede, en suma, pensar que la corrupción es estructural y se enraíza en algo tan elemental como el sentido común. Esto no significa que haya que perder las convicciones. No pagaría a una stripper por más que sea el centro de la fiesta; para mí es un eslabón de la misma cadena en la que está inserta la trata de personas. Creo que en un prostíbulo ninguna mujer la está pasando bien, ni mucho menos haciéndose rica. Y creo que como sociedad nos debemos un debate más profundo sobre este tema, que supere los oportunismos políticos como la ley tucumana “prostíbulos cero”.

Muertos de pena.

La novela familiar.

También creo en el feminismo, no sólo por la gente que deconstruye y sigue para adelante desde ahí, sino porque ha sido el movimiento social que más insistentemente ha preguntado y continua preguntando: ¿dónde están las desaparecidas por las redes de trata?

Imágenes: Pola Díaz.

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