¿Qué lleva a una persona a quitarse la vida? ¿Cuál es la causa de los numerosos casos de suicidio que se han registrado en los últimos tiempos en los barrios humildes de Tucumán? Federico Gómez Moreno, a partir de su experiencia en el Sifón, reflexiona acera de los límites de los programas públicos que pretenden lidiar con este problema y ensaya ideas alternativas para tratarlo.
Estaba todavía el barrio intentando reponerse del sacudón provocado por la partida repentina e inesperada de Nadia cuando, sólo tres semanas después, volvió a sonar el teléfono con una noticia similar. En la madrugada del domingo 20 de septiembre, después de una larga noche de festejos por el cumpleaños de un amigo del barrio, Horacio (también conocido como “Guaraní”), un joven de 18 años del barrio El Sifón, se quitó la vida ahorcándose con un alambre en un árbol ubicado a metros de su casa. Otro pibe que decide ponerle fin al sufrimiento después de no haber encontrado otra salida posible.
En medio del triste y doloroso desenlace, aparece la necesidad de darle una explicación a este episodio y preguntarnos, entre otras cosas, acerca de la posibilidad de prevenir los pasajes al acto suicida en los sectores marcados por la marginalidad y la segregación.
En este sentido, es preciso tomar en cuenta los aspectos generales que comparten los sectores vulnerables en relación con esta problemática sin dejar de lado la dinámica con la que cada barrio entiende y significa estos actos. Tampoco podemos pasar por alto la lógica subjetiva por la que un sujeto cualquiera termina quitándose la vida. Sólo así puede entenderse, desde la complejidad, por qué un joven en contexto de vulnerabilidad se suicida, a quién va dirigido ese acto, en qué consiste el mensaje a decodificar y cuáles son las estrategias más efectivas para prevenir que los pasajes al acto suicida se concreten con tanta frecuencia y se silencien con tanta naturalidad.
Es sabido que la pobreza estructural que arrastran muchas de las comunidades y barrios de la capital tucumana se relaciona con una esperanza de ascenso social denegada. Constituyendo esta pobreza una primera gran violentación, los sujetos – y los barrios- diseñan, intuitivamente, mecanismos de supervivencia para palear el engaño, el olvido, el signamiento y la hostilidad de una sociedad indiferente y prejuiciosa. En este contexto, de por sí complejo, el narcotráfico (en complicidad con los grandes sectores del poder económico y político) resulta un serio agravante al haberse instalado en los barrios con todo un arsenal de sustancias que transforman en rehenes a los jóvenes por su alta toxicidad y sus mecanismos de dependencia.
Nadie parece animarse a combatir a los monstruos del narcotráfico; sus vinculaciones con el poder son indudables. Paradójicamente, la policía sí actúa “en nombre de la ley” cuando, al amparo de la nefasta Ley de Contravenciones, persigue a los pibes pobres, llegando a detenerlos por andar sin remera en sus propios barrios. Esta institución, siempre atenta a las necesidades del pueblo, termina por ahorrar el trabajo de los jueces y psicoanalistas y, por mano propia, aplica los correctivos necesarios para que estos jóvenes no vuelvan a delinquir, a drogarse, a mirar, a hablar o a caminar. El resultado son comisarías hacinadas y plagadas de chicos encarcelados sin condena, y esperando siempre los golpes de la requisa matutina.
Existen dos instituciones estatales encargadas de brindar respuestas o, cuanto menos, formular preguntas acerca de la calidad de vida y las frecuentes muertes de los jóvenes de los barrios en situación de vulnerabilidad social. Resulta exagerado decir que el Estado no está presente en estos lugares porque, guste o no, tanto el Ministerio de Desarrollo Social como el Sistema Provincial de Salud tienen una batería de dispositivos territoriales e institucionales que intentan hacer algo. Pero debemos preguntarnos de qué manera está presente el Estado, bajo qué lineamientos interviene, cuál es la mirada construida respecto a estas problemáticas, qué interrogantes se formula para abordar la complejidad del campo que le compete y con qué profundidad plantea los abordajes.
Podremos comprobar entonces que, si bien el Estado está presente, en la mayoría de los casos intervine desde una superficialidad, labilidad y tibieza comparables al intento de querer sanar una fractura expuesta con una curita. Los programas y proyectos estatales no tienen efectos decisivos, y no los tienen por, al menos, dos motivos. Por un lado, apuntan a parchar agujeros enormes y de larga data sin ingresar en los deseos y las necesidades reales de estos jóvenes, y sin buscar los métodos para devolverles algo de esperanza y acercarlos al vínculo, el amor y la escucha. Ellos mismos saben y exponen sus necesidades: salud, trabajo y educación. Pero si la salud es entendida por la medicalización del joven, si el trabajo se limita a los talleres de capacitación ad eternum con subsidios mínimos y el sistema educativo continúa en la crisis que arrastra desde hace tiempo, el panorama se torna poco esperanzador. Por otro lado, los trabajadores que se emplean para llevar adelante los procesos son contratados por sueldos vergonzosos, en condiciones deplorables y con la segura posibilidad del pasaje constante de un dispositivo a otro, de un barrio a otro, de un equipo de trabajo a otro. ¿Qué efectos de cambio puede tener una intervención que no apuesta al trabajo y a los procesos sostenidos? Los programas ejecutados bajo esta modalidad terminan transfiriendo la responsabilidad al trabajador, sin apoyarse en una decisión política de hacer verdaderamente algo frente al desastre desubjetivante que aqueja a los sectores oprimidos.
Horacio formaba parte de varios de estos dispositivos, participaba activamente desde que era un pibe de 12 años. Por épocas con más constancia, otras con menos, pero nunca dejó de estar. Los programas y proyectos tuvieron efectos muy positivos en él, pero por alguna razón no alcanzaron. Y la pregunta es ésa: ¿por qué no alcanzaron? La respuesta es compleja, pero quizás en su centro esté un dato acaso evidente: la historia del sufrimiento personal termina llegando más profundo de lo que nos imaginamos -y somos capaces de abarcar- desde la mirada del Estado.
Es cierto que la delicada situación del Sifón es equiparable a las de casi todos los barrios que sufren de vulnerabilidad social, pobreza y exclusión. Pero también es cierto que cada comunidad ha encontrado una manera singular de vivirla y sobrellevarla. Actualmente, los jóvenes del Sifón, por ejemplo, no cuentan con la privacidad necesaria para cualquier ciudadano, ya que la línea que divide lo público y lo privado se fue borrando lenta y silenciosamente. Todos los técnicos que trabajan en los dispositivos territoriales pueden saber todo acerca de ellos. Todos los vecinos pueden hablar de sus problemáticas, de lo que hacen, de lo que no hacen. En sus casas no hay privacidad. En el ámbito cotidiano del barrio tampoco.
La realidad no es amable para estos chicos. Se han acostumbrados en estos últimos años a que la policía pueda entrar y salir cuando quiera y hacer de ellos lo que se le plazca; a que los transas estén a la vuelta de la esquina; a que la pasta base se consiga con mayor facilidad que un Tafirol. La gente –con buenas y malas intenciones- entra y sale de sus vidas y mientras tanto todos hablan sobre lo que les pasa a ellos, sobre lo que necesitan, sobre lo que hacen bien y lo que hacen mal, pero nadie parece muy interesado en lo que ellos tienen para decir sobre esos temas.
“Yo no tengo amigos, puedo estar todo el día con ellos pero no confió ni en mi sombra” es la frase de cabecera cuando se conversa con ellos acerca de la amistad. Es ésa la primera consecuencia de la destrucción del lazo social: la desconfianza. ¿Cómo podría ser de otro modo, si todo el mundo promete cosas que nunca hace? Y sin lazo social no hay vínculo, y sin vínculo no hay un otro que nos sostenga. Y sin nada de eso el joven no sólo está en soledad sino que está en silencio. Ése es el segundo síntoma característico del barrio: el silencio. Ningún sufrimiento puede ser puesto en palabra ni registrado en una charla de esquina: pareciera que ya es suficiente con vivirlo todos los días en carne propia.
¿Qué lleva a una persona a la decisión de quitarse la vida? ¿Hay un mensaje a descifrar en esta fatídica conducta? El sujeto siempre será marcado por su contexto social, cultural y familiar. Su conducta estará influenciada por la manera en que estos elementos fueron dejándole marcas subjetivas. Cuando esas marcas arrojan al sujeto al sufrimiento y al malestar, y no logran alojarlo dentro de la cadena de los afectos, las emociones y la contención, éste puede estar en riesgo de tomar una conducta suicida. Pero no basta con esa determinación (siempre inconsciente), sino que además debe añadirse una contingencia, una situación que oficia de desencadenante del pasaje al acto. Y esa contingencia -para mala noticia de todos- puede ser desde perder un ser querido hasta no encontrar el DNI para hacer un trámite. El suicidio es siempre el desenlace de un conflicto psíquico que no pudo ser resuelto ni elaborado ni comunicado por ninguna otra vía. Cuando el sujeto siente y vive que hay algo de él (o del otro) que se perdió, y que esa pérdida cobra carácter de certeza irreductible, sólo es cuestión de tiempo para que cualquier contingencia venga a cobrarse su destino.
Esta realidad es evitable sólo si algo de ese mensaje puede ser descifrado y trabajado a través de la palabra. A través de un acompañamiento sostenido y direccionado, la persona puede logra correrse del patrón suicida y retorna a circular por la cadena significante. Dicho de otro modo: si alguien escucha y entiende el sufrimiento del sujeto y lo acompaña en ese proceso, que a veces puede ser largo y esforzado, éste podrá volver nuevamente a alojarse en los afectos, el amor y el deseo propio y el de los demás. Con la desconfianza, la soledad y el silencio muy difícilmente podrá retornar.
Se vuelve cada vez más necesario tener una mirada más compleja acerca de problemáticas como éstas. Para poder prevenir satisfactoriamente el suicidio en los jóvenes de los sectores desposeídos hay que ver el asunto no sólo como la conjunción de aspectos sociales y culturales, sino también como las circunstancias de las idiosincrasias barriales y contingencias subjetivas. Los suicidios de jóvenes no son estadísticas, son el producto del sufrimiento real de seres humanos reales, que habitan en barrios específicos y viven circunstancias sociales determinadas.
Es justo decir que en Tucumán hay grupos que han intentado abordajes de este tipo con un promisorio éxito. Pero aún queda mucho por hacer. Éste será una de los desafíos futuros de la política social de la provincia y el país. Los numerosos casos de suicidio de jóvenes en los barrios pobres es una realidad cada vez más evidente: necesita seguir siendo pensada.
La pobreza y la marginalidad se han cobrado una nueva víctima: su nombre era Horacio y vivía en el Sifón. Sea responsabilidad de quien sea, lo cierto es que otro joven murió por el sufrimiento psíquico que le causaron sus circunstancias sociales, culturales y subjetivas. Horacio nos dejó un mensaje a descifrar. Su familia, sus amigos, el barrio entero e incluso los que llegamos a conocerlo un poco -pero a quererlo bastante- lo vamos a extrañar.
Imágenes: Alejandrina Servetto Araoz