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¿Escribimos poesía del mismo modo en que lo hacíamos antes? ¿Qué lugar tienen la vocación artística y la seriedad en una época marcada por el desinterés y el desapego? Pablo Toblli rememora la forma en que se encontró con la literatura y la música en su adolescencia, relee los libros de dos poetas de su generación y revaloriza la inocencia juvenil como forma de acercarse a la escritura.
Un libro o un disco, hace no mucho tiempo, podían simbolizar la entrada a un universo distinto; un lugar de resguardo, de salvación. El hecho de encontrarse con un autor o con una banda que te deslumbrara prefiguraba una relación de seriedad con la obra. Empezaba por el acto material de salir y comprar el disco o el libro, continuaba con las siestas y las noches consumiéndolo y emulándolo, y se dilataba en una charla –que se extendía durante todo ese año- en la que se lo repasaba y analizaba.
En esa insistencia se daba una suerte de construcción mítica de la obra y de lo que ella podía evocar. Lo único y sublime de ese encuentro se enfatizaba aún más cuando los escritores y los músicos que se topaban con nosotros ya habían muerto y habían escrito sus obras en el siglo XIX o habían tocado con su banda de rock en los dorados años 60 y 70.
Esa lejanía nos imponía una manera más radical de crear ese universo, nos obligaba a ser más dedicados al momento de encontrarnos con él. El mundo del arte estaba necesariamente relacionado con la evasión porque estaba en otro tiempo y en otro lugar; no era el mundo en el que pasamos todos los días. En la adolescencia yo descubrí el rock y la poesía con mis amigos. Ese descubrimiento nos une hasta hoy. Y justamente nuestra vinculación con ese mundo era el intento de generar esa atmósfera lejana.
La única manera de penetrar en ese mundo era a través de una mirada seria, como la que tenían nuestros ídolos, una mirada sin ironías, sin miedo al ridículo. Con una vocación de ese estilo fue que Rimbaud le entregó sus sueños y su cuerpo a la poesía o como Led Zeppelin intentó ser la mejor banda de la historia. Sentíamos una creencia plena en ellos. No había posibilidad de tomar a la ligera algo que nos decía una canción o un poema: si era lúgubre, era lúgubre y triste de verdad. No había posibilidad de sentirse ajeno a esa búsqueda estética, ni darle procesamiento o salida a partir de matices cotidianos; había que “estar ahí” de verdad.
En las últimas semanas volví a leer dos libros de poetas de mi generación: Las vidas del amanecer de Manuel Martínez Novillo y La tumba de los viajes de Javier Foguet, que además de ser los primeros libros de ambos, fueron publicados en el mismo año, el 2006. Los leí de manera conjunta y me encontré con algo que no he podido encontrar en la literatura de mi generación posterior a esos libros. Volví a ver algo de aquella seriedad y de aquella preocupación por avocarse a la creación artística. Algo que podríamos llamar, también, “inocencia” y que parece ya marchita en la literatura joven argentina.
La mayoría de los escritores de mi generación, o los más jóvenes que yo, están demasiado interesados en ser incrédulos y despreocupados. En que sus escritos no reflejen en absoluto ningún tipo de sentimiento que pueda ser tomado para la parodia o el ridículo. La seriedad es para ellos solemnidad; la inocencia es pacatería. Así, para ellos, escribir un poema es algo profundamente informal, un hobby que se encuentra en cualquier cosa y momento del día. La incredulidad se ve mucho en un uso y abuso de cierto lenguaje coloquial.
En Las vidas del Amanecer (2006) de Manuel Martínez Novillo se respira constantemente la inminencia de un hallazgo, que no es otra cosa que el encuentro con algo muy propio de la poesía (y de la inocencia, ¿por qué no?): la pasión imperturable, aquello que sospechamos será refugio toda la vida. Hay algo que el poeta cree atesorar y no quiere que se pierda: “Dile que una vez creíste en la locura (…) porque las palabras que tensen tus labios en este instante serán eternas como el aire” (“Dame la mano y danzaremos”). “Olfateando entre los paisajes del corazón creo haber hallado el paraíso” (“Autentificadores de prodigios”).
Javier Foguet, en La tumba de los viajes, hace que el tiempo se convierta en esa experiencia diferente, ese lugar de descubrimiento, en donde leíamos antes. Existe en este libro una propuesta de buscar un momento de suspensión, de encontrar la forma nueva, personal, de dirimir entre el mundo feo que no nos colma o nos aburre y aquello que deseamos que el mundo sea. Para Javier esa conciencia de ser siempre un extraño que busca un refugio en la creación es el motivo de la poesía: “Otra memoria me guiará sin nunca haber estado allí, a la piedra que se halla entre el peral y el cráter” (“El extranjero”). “Algo espera al fondo de las verjas de la lluvia/algo espera y te mira y desaparece” (“Algo espera”).
Manuel y Javier son amigos míos y sé que ellos piensan que aprendieron mucho luego de haber publicado esos primeros libros, y que hay cosas que no les gustan de esas obras, pero creo que estos dos libros han logrado uno de los mejores triunfos que pueda tener la ambición de publicar un primer libro. Y es el hecho de reconocerse escritor, un escritor a secas, que ha escrito y sentido muchos poemas, y que considera que ser un escritor a tiempo completo es un acto de búsqueda espiritual y de entrega verdadero. Aunque esa vocación pudo haber tenido sus rasgos de ingenuidad, el sentimiento y el deseo de lanzarse a experimentar el arte de esta forma revela sentimientos, indudablemente, nobles y atinados.
Hay, paradójicamente, algo muy refrescante en una escritura que no tiene ningún reparo a la hora de despegar del mundo chato de todos los días en la búsqueda de un lenguaje propio, que no escatima cuando intenta escribir como aquellos grandes que admirábamos, animándose a usar las palabras “superiores”, parsimoniosas, raras, las que, de algún modo, constituían la ventana a ese otro universo. Algo refrescante, y de verdad juvenil, cuando ocurre que la actitud general frente a la creación artística es la desfachatez exagerada y la incredulidad sobreactuada. En ese contexto, además, entender así el arte, como un hallazgo o un punto de inflexión frente al mundo, sin miedo a las risas o a los ojos desengañados, creyendo en la potencia espiritual que se emana del acto de leer, sentir y escribir, constituye casi un acto de valentía moral.
La relación que los poetas más jóvenes tienen con los objetos artísticos pareciera ser más laxa, más intermitente, más descreída y menos cimentada. Pero sobre todo resulta poco atractiva: cuando alguien nos habla sin convencimiento, con poca convicción y descreimiento, es difícil creerle. A mí, más que cualquier cosa, me ocurre que prefiero seguir de largo de esa literatura.
Puedo estar equivocado, pero pienso que hay mucho valor en la vocación de tomar distancia del mundo de todos los días, de esforzarse en crear uno nuevo con las palabras. Si alguien quiere tener nuestra atención debe tomarse su palabra con seriedad. Sólo así nos convencerá de quedarnos a conversar verdaderamente con él y no preferir seguir en los torbellinos de la vida común, y mirarlos con ironía, lo que siempre es más fácil. En la poesía es también así.
Imágenes: Sofía Flores Blasco.
1 Comment
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Gonzalo raya dice:
2 julio, 2017 a las 10:37 am
Muy buen artículo. Interesante y compartida visión!
Felicitaciones a Pablo Toblli