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Una opinión sobre la serie fenómeno de Netflix La casa de papel.

No sería una novedad sentarse a escribir que todas las cosas están a la venta. Tampoco lo sería decir que por “cosas” podemos entender tanto objetos, como experiencias, conceptos o ideas; en realidad, cualquier fenómeno que haya cumplido un único requisito, el de tener éxito.

Las remeras del Che Guevara, las carteras de Frida Kahlo ya han dado vasta prueba de que todo aquello que haya logrado prender en amplios círculos de la sociedad inmediatamente se encuentra propenso a ser la siguiente víctima del consumo.

Y no digo esto último con asco -no quiero que me confundan- sino con el convencimiento de que nada ni nadie es ajeno o puede escapar al instinto devorador de mujeres y hombres.

Pero hay algo más. No sólo todas las cosas están a la venta, sino que también -con alguna artimaña del vendedor- son usuales las estafas. Las cosas que consumimos no siempre terminan siendo necesariamente aquello que nos vendieron, y, en el mundo de la cultura, esto no suele ser demasiado diferente.

Hace poco terminé de ver la primera temporada de la nueva serie fenómeno de Netflix, La casa de papel. Y si bien es de caballero afirmar primero que pasé un buen rato, tampoco puedo mentir y dejar de decir que hubo otra idea u otro sabor que, poco a poco, fue conquistando mis impresiones a medida que transcurrían los trece episodios de la ahora famosa serie española: el sabor de la estafa.

La casa de papel comienza con el relato de la que suponemos es la personaje principal de la serie. Tokio es una mujer prófuga de la policía. Ha realizado trece robos y ha matado a un oficial en su último asalto, asalto en el que también ha muerto su compañero de crimen y amor de su vida.

En las primeras escenas, podemos verla como una mujer fuerte, hábil pero dolida. Y también, a partir de allí, Tokio no sólo parecerá afirmarse como la personaje principal sino que también tomará la voz narradora de la serie y ya no la dejará.

Creo que necesito hacer una aclaración antes de seguir avanzando. No digo que la serie se haya autoproclamado una serie feminista, pero sin lugar a dudas, en su camino y elecciones narrativas, fue dejando varias puntas de hilo para que muchos espectadores -ansiosos al principio, decepcionados luego- tiren de ellas y lo terminen haciendo en su nombre.

Pero en un sentido, el resultado es peor que eso. La personaje Tokio resulta ser un artificio que el creador de la serie, Álex Pina, construye solamente para insertarse en un discurso de época. Y eso se nota: con el correr de los episodios el personaje va perdiendo consistencia y revelando la estafa. Es una protagonista extraña, una que se corre por completo de un centro narrativo que en realidad nunca llego a ocupar de todo, y se convierte en la sombra de otros grandes personajes como el Profesor, la inspectora Murillo o hasta el irregular Berlín. Guía el relato aunque por momentos parezca que ni siquiera forma parte de él.

Y no sólo eso, sino que además el arco de desarrollo de personaje que recorre Tokio es francamente lastimero. Comienza como una mujer fuerte, determinada y bastante canchera y termina en ridículas escenas de celos, banalidades y un sinnúmero de caprichos que acaban poniendo en riesgo el meticuloso plan que otros han hecho y que otros están llevando a cabo.

En suma, no se confundan. No empiecen a ver la serie si esperan continuaciones ideológicas y discursivas de Orange is the New Black o de la genial Girls. Comiencen a verla si tienen tiempo para comerse unos pochoclos dulces y pasar un buen rato. Recuerden que, por detrás de todo discurso de magnitudes mundiales, siempre hay algún estafador intentado maquillar sus obras para que las consuman.

Y una cosa más. La idea de este comentario me surgió a partir de la viralización en las redes sociales de Nairobi diciendo “Empieza el matriarcado” y Nairobi, al final, termina durando menos de un episodio en el poder. Creo que ésa es la idea que resume todo lo que he querido comunicar sobre La casa de papel.

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