Un relato generacional de los años 70

¿Cómo nos relacionamos con la historia de nuestra familia? ¿Qué sucede cuando el relato personal no coincide con las percepciones de nuestros contemporáneos? Manuel Martínez Novillo recuerda a su tío desaparecido, ex miembro de Montoneros, y pone en contraste su vida con las narraciones épicas que han proliferado entre los jóvenes en estos años.

Yo nací en 1988, cuando el gobierno de Raúl Alfonsín estaba cerca de llegar a su fin. Sé que mi madre lloró el día que el radicalismo ganó la carrera presidencial del ´83. Era una joven militante peronista que había soñado presenciar el regreso de la democracia con su partido triunfador. Nunca le pregunté a mi padre por quién votó pero -al igual que mi madre y que casi todos los argentinos razonables- lo escuché hablar con mucho respeto del presidente Alfonsín y apenas si nombrar alguna vez al jurista Ítalo Luder, candidato justicialista en aquellas elecciones.

Las bandas eternas.

Las bandas eternas.

En los años setenta Manuel Augusto Martínez Novillo militaba en el Frente de Izquierda Popular (FIP), un partido que pertenecía a la corriente de la izquierda nacional. Lo integraban, en su mayoría, universitarios de clase media que simpatizaban con los logros sociales del peronismo, pero desconfiaban de las estructuras burocráticas del movimiento y, en general, no terminaban de congeniar con las organizaciones armadas que lo defendían. Por supuesto, el golpe militar de 1976 persiguió a muchos de los militantes del FIP. Mi padre, que tenía por entonces 26 años, fue cesanteado de su puesto en el canal estatal de Tucumán, y se le hizo imposible conseguir trabajo bajo el régimen, ya sea en el ámbito público como en el privado. Recién en el ‘82, y cuando el gobierno militar ya estaba a punto de colapsar, esa situación pudo empezar a normalizarse para las personas con antecedentes políticos.

Un hermano mayor de Manuel desapareció en abril del ‘77. Se llamaba Luis Fernando Martínez Novillo y, si bien había sido miembro de otros grupos guerrilleros desde comienzos de esa década, recaló tempranamente en Montoneros. Lucho -como lo llamaba todo el mundo- fue abatido por las fuerzas represivas, en su propia casa del partido bonaerense de Escobar, luego de resistirse a un secuestro. Murió en un hospital luego de agonizar tres días con un disparo en la cabeza. Su cuerpo nunca fue hallado. En un poema que le dedicó muchos años más tarde, Manuel se pregunta si su hermano murió atrapado por un ideal delirante. “Pero nunca estuvo loco”, se responde; “Era un hombre de coraje / y le gustaba demostrarlo por su causa” (Perseguir lobos, pág. 20, 2010). Después de la muerte de Lucho, mi abuelo vivió sombríamente algunos años hasta que se suicidó en su casa, mientras su mujer atendía el teléfono.

Su mujer se llamaba María Esther Novillo. A diferencia de mi tío asesinado y de mi abuelo suicidado, a ella sí la conocí. Falleció a punto de cumplir los cien años de edad y gozando de una lucidez envidiable. Durante el Proceso Militar los represores cayeron a su casa muchas veces para preguntar por mi padre y sus hermanos. En una ocasión mi abuelo, que ya se había acostumbrado a ser interrogado, le respondió al oficial a cargo del procedimiento: “¿Pero acaso usted sabe qué andan haciendo todo el tiempo sus hijos de veintitantos años?”.

Una historia épica

Los jóvenes que nacimos entre el ‘84 y el ‘92 no somos sobrevivientes de aquellos años. No somos hijos de desaparecidos; no podemos serlo. Nosotros podemos ser sobrinos o nietos de sobrevivientes. Nuestros padres pudieron haber sufrido la cesantía o el espionaje, incluso la tortura. Nuestros abuelos pueden haber perdido hijos; nuestros primos no tener padres. Somos, a lo sumo, parientes de personas que sufrieron la tragedia y la sobrevivieron.

A pesar de ello, la historia de los años setenta nos ha marcado sobremanera. Casi todos los jóvenes de mi generación sabemos contar una historia de esa época, y muchos hemos ingresado a la política a través del relato de lo que el gobierno militar del ´76 significó en la vida del país. El primer discurso público que nos definió es la oposición entre los dictadores y los mártires.

Enemigo del pueblo.

Enemigo del pueblo.

La historia completa de Lucho tiene un episodio previo que yo tardé mucho en aprender a contar. En los primeros años de la década del setenta, él fue condenado a prisión por la “Cámara del Terror”, como se llamaba a la Cámara Federal en lo Penal que el gobierno de facto de Lanusse había creado para juzgar especialmente a guerrilleros. Luego, con el ascenso de Héctor Cámpora a la presidencia, la ley de amnistía lo puso en libertad junto al resto de los presos políticos del gobierno militar. Cuando mi tío salió de prisión, la Constitución Nacional regía una vez más, el partido al que él estaba afiliado manejaba el poder y su líder, Juan Domingo Perón –por quien estaba dispuesto a dar la vida-, regresaba al país.

Es difícil describir lo que vino luego. Perón le pidió la renuncia a Cámpora a siete semanas de su asunción. Hubo nuevos comicios y el General se impuso holgadamente acompañado por su esposa en la fórmula. Perón decidió no incluir a los dirigentes montoneros en el armado del nuevo gobierno, y este gesto confirmó el distanciamiento del líder. La organización, casi instantáneamente, reaccionó asesinando al secretario general de la CGT José Ignacio Rucci, muy cercano a Perón en esos días, porque pensaban que “tirándole un muerto al viejo” se harían escuchar. De ahí en más el país se fue en picada: Perón autorizó la creación de la Triple A, y la violencia política en la Argentina no hizo otra cosa que crecer.

Yo, que estoy relacionado con aquellos años de la forma más cercana posible para alguien de mi generación, siempre sentí algo extraño frente al modo en que mis contemporáneos hablaban de los setenta. En un comienzo porque las historias que mis compañeros contaban me resultaban difíciles de comprender: hablaban de gente que había sufrido cosas horribles –desde perder seres queridos hasta soportar la tortura- pero con una suerte de regocijo épico en el relato. Como si ellos, íntimamente, hubieran querido protagonizarlo. Y en segunda medida porque, con el tiempo, fui notando que la concepción de democracia que esas historias escondían era profundamente absurda, al resaltar simultáneamente los méritos del movimiento argentino de derechos humanos de los ’80 y la épica revolucionaria de las organizaciones armadas de los setenta. Yo he logrado identificarme con la primera de esas tradiciones, no con la segunda.

Cuando yo me animé a contar la historia de mi familia me ocurrió algo muy revelador: los jóvenes de mi edad no me prestaban atención. Me escuchaban un rato y luego volvían a sus historias abstractas y románticas. Algunos hasta se aventuraban a interpretar la vida de mi abuela en los términos escenográficos y solemnes en los que habían aprendido a hablar de esos años. Al rato, ella se había convertido en una guerrillera guevarista que había elegido el camino de la revolución y no era ya la señora que, en los días más oscuros de la historia nacional, perdió un hijo y un marido.

Noté, con el tiempo, que a los jóvenes de mi generación no les gustaba escuchar la parte de la historia que personas como mi abuela o mi padre tienen para contar, la parte que se cuenta abajo del escenario. Les desagradaba advertir que esas historias no eran idolatradas ni adoradas por sus protagonistas. Porque ellas significaban algo muy distinto de lo que significan para nosotros: eran, simplemente, la realidad. Son las cosas que les pasaron; las cosas con las que tuvieron que vivir y de las que estuvieron obligados a aprender para seguir. No pudieron elegir contarlas en lugar de vivirlas.

En la novela Tan fuerte, tan cerca, Jonathan Safran Foer cuenta la historia de un niño de nueve años que pierde a su padre el once de septiembre en las Torres Gemelas. Oskar Shell es un chico curioso y genial, a quien la tragedia le oscurece el mundo. La novela trata acerca de su peregrinación absurda y caprichosa a través de la ciudad de Nueva York para averiguar por qué le pasó a su padre algo tan horrible. Las pistas lo llevan a visitar barrios desconocidos y a conocer personas muy distintas a lo largo y ancho de esa ciudad enorme. A Oskar le hubiera gustado encontrar una viñeta como las que los jóvenes argentinos nacidos en los ochenta sabemos dibujar. Lo que encuentra, en cambio, es mucho menos alentador, pero es –al mismo tiempo- lo que finalmente logra mantenerlo cuerdo: escuchando las historias de todas esas personas -que nada tienen que ver con el 9/11- él aprende que todos los seres de la tierra tienen una tragedia para contar. Ninguna de esas personas eligió vivirla: a todas ellas les ocurrió sin avisar. Igual que a Oskar le ocurrió ese terrible día de septiembre. Su tragedia no es más especial, a pesar de que la suya forme parte de una gran tragedia nacional. Entender eso lo ayuda a hacer el luto por su padre.

Pase libre.

Pase libre.

Pocos días después de enterarse de que Lucho había muerto, mi abuela María Esther logró ser atendida por el gobernador de facto Antonio Domingo Bussi. Él la recibió en la Casa de Gobierno de Tucumán con un arma automática sobre el escritorio y escoltado por un edecán militar. Mi abuela le pidió el cuerpo de su hijo. No le pidió su vida; le dijo que sabía que estaba muerto, pero quería su cuerpo. Bussi no se dirigió a ella sino a través del edecán. Sus palabras fueron algo así: “Dígale a la señora que deje de molestar y que vaya a cuidar de los dos hijos que le quedan”. Luego de aquella visita mi abuela puso una lápida en el cementerio de San Agustín con el nombre de su hijo desaparecido y no volvió a pedir por él.

Ella bien podría haber sido uno de los personajes que Oskar conoce a lo largo de Tan fuerte, tan cerca. Cuando yo leo la novela, de algún modo, lo es. Escuchándola y viviendo a su lado yo entendí algo muy parecido a lo que Oskar entendió en su peregrinaje. Mi abuela me legó la idea de que la tragedia de nuestra familia no es cualitativamente distinta a las tragedias de las demás familias. Y como Oskar, cuando entendí eso pude dejar de peregrinar absurdamente junto a los jóvenes de mi generación y logré establecer una relación distinta con el pasado.

Frente a frente

Con mi padre compartimos el gusto por la literatura, la filosofía y la política. Nuestras mejores horas las pasamos hablando de cómo escribir buenos poemas, de qué significa pensar reflexivamente sobre la vida o de cuáles fueron los momentos trágicos de la historia argentina. Hace unos diez años yo escribí y publiqué (en mi primer libro) un poema dedicado a mi tío Lucho. En aquel entonces mi padre ya pensaba lo que hoy piensa: su hermano se había equivocado dramáticamente en elegir el camino de la armas para hacer política.

No volvió a verlo después de que los montoneros regresaran a la clandestinidad en el ‘74. Yo escribí el poema sobre Lucho cuando aún repetía la historia que los jóvenes de mi generación nos contábamos. Por supuesto que salió pésimamente mal: era un poema confuso y mentiroso. Mi padre, en cambio, escribió el suyo -que cité anteriormente- con verdad y valentía. Él, que estaba seguro de que Lucho había errado, pudo tener a pesar de ello esta percepción agudísima y trágica: “Se iba yendo con el último destello de su arma. / Pero supo morir, / ya que prefirió el combate a la tortura y la traición. / ¿Acaso sea esta una leyenda de su muerte?”.

El sentido de un final.

El sentido de un final.

Este texto es el verdadero primer capítulo adulto de mi charla con Lucho. Un intercambio que (pienso) recién empieza. Es también un reconocimiento a Manuel, mi padre, que me convenció de que la forma de reflexionar sobre el mundo es hablando, frente a frente, con el resto de las personas. Y leyendo y escribiendo, que no es sino una forma más de hablar con las personas que no conocemos o no pudimos conocer.

Imágenes: Luis Abrach.

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