¿Qué buscan quienes hacen arte? ¿Son los artistas conquistadores de las partes recónditas del mundo o son sabios solitarios que florecen el silencio? El poeta Pablo Toblli repasa las ideas de D.H. Lawrence, Octavio Paz y Epicuro acerca de la sensibilidad y la vocación, y muestra las distintas formas que éstas toman en las diferentes personas.
¿Qué buscamos cuando hacemos arte? ¿Una expresión, una catarsis, un grito al vacío? ¿O una comunicación, un puente, alguien que nos entienda? Y si buscamos las dos cosas, ¿cuál necesidad aparece primero? ¿Por qué algunos artistas dejan de hacer arte? ¿Porque no los entienden, porque no encontraron el receptor adecuado, la discográfica que los cobije o el museo que los contenga? ¿O dejan de hacer arte porque son falsos artistas que nunca sintieron el arte?
Lo cierto es que el silencio del artista es desconcertante. Para nosotros ese silencio es una imagen aterradora; para él una impotencia, una angustia. La página en blanco lo enfrenta con sus abismos.
D. H. Lawrence en su ensayo “Fantasía del inconsciente” dice que todo hombre tiene que tender a un fin heroico, a una conquista, a una relación de asombro y de dinámica con el mundo, de lo contrario, enfermaría. Esta frase me recuerda que en realidad cualquier artista en algún momento de su existencia identificó el arte con el fin más “elevado” de su vida. Al mismo tiempo, Lawrence afirma, que no hay nada más grandioso que experimentar la comunión de los hombres para alcanzar un gran fin apasionante. Esto podría querer decir que debemos concebir al arte no sólo como nuestra salvación sino como un medio que nos modifica y a través del cual queremos cambiar algo del mundo, unirnos a él con nuestras obras, formar parte de él, persuadirlo a que forme parte de nosotros.
Por otro lado, D. H. Lawrence identifica el naufragio y caída de las potencialidades del hombre cuando el deseo de renovar el mundo cesa. Identifica la muerte del humano cuando el niño en su crecimiento comienza a percibir el mundo en términos de conceptos, de razones, de límites y de contornos diferenciados, fijados, y cede ante ellos.
En este sentido, pienso que en algún momento todo artista ve que el arte se contamina con otras cosas que no le son inherentes: cómo ganarse la vida con esta tarea, cómo sus obras le darán rédito económico, cómo empezarán a circular en la normalidad de una sociedad. Y allí aparece una primera angustia, una primera herida.
El artista puede continuar indemne intentando. Pero si encuentra desgano social por su obra puede incurrir en el abandono; puede aludir que en realidad no lo entienden, que su arte no tiene asidero, un interlocutor, una editorial o una discográfica que lo comprenda, un museo que lo cobije. Si pensamos al arte como un lenguaje más, inmerso en una trama comunicativa, esto tendría perfecto sentido: desde los modelos de la comunicación más tradicionales como el de “código-mensaje” y hasta las teorías más pragmáticas de la lingüística, suponen la necesaria existencia de un emisor y un receptor. Cuando uno de estos dos no se encuentra en proceso de expresión y recepción el mensaje muere. Si la dimensión estética y, por ende, la dimensión artística se desarrolla en el mensaje, cuando no hay público no hay arte.
Sin embargo, en este caso, en el del artista incomprendido, el artista de algún modo sale ganando. No hay ningún reconocimiento de las limitaciones propias: el artista sigue destellando impoluto como al comienzo; es la realidad la culpable de todo.
En el otro extremo, encontramos a sujetos más precavidos que urgidos por un desencanto o por apuros económicos deciden refugiarse en un espacio intermedio, constituyendo objetos satélites, compensatorios o transicionales que bordean las actividades artísticas de la que siempre quisieron vivir. Esas actividades paliativas que bordean el objeto puro, esos oficios que de alguna manera se acercan a lo que siempre quisieron hacer y con los que en realidad quisieron ganarse la vida. Así vemos a artistas convertidos en periodistas culturales, en docentes, djs, ensayistas, etc.
De cualquier manera, es curioso cómo nos encontramos con muchas personalidades del arte que experimentan su decadencia artística y de éxito bajo sentimientos de soledad y de reclusión. Pensemos en Syd Barret o Arthur Rimbaud que prefirieron el apartamiento de la escena, un cambio de vida, como si ya no tuvieran más nada que decir. Lo curioso de estas figuras que no optaron por el suicidio como Kurt Cobain o Alejandra Pizarnik, o por la locura extrema –si es posible elegirla, como el caso de Antonin Artaud, Vincent Van Gogh o Edvard Munch- es que no sabemos si fueron felices con sus nuevas vidas apartadas, con estas vidas hasta diametralmente opuestas al arte. Recordemos que Rimbaud optó por convertirse en un hombre de negocios, por una vida más prosaica, valores que podemos considerar acaso opuestos al arte.
Son innumerables los casos de artistas que cayeron en enfermedades mentales y también son muchos los que murieron de causas “naturales” y en juventud como Jim Morrison. Artistas que no sabemos si murieron “bien” o a “tiempo” o, por el contrario, todavía tenían algo para decir. Si ya no tenían más nada, la muerte los salvó, cuando el rock ya dejaba de conmocionarlos y quizá la resaca artística, física y espiritual iba a ser insalvable.
En todos estos ejemplos, los artistas vivieron o atisbaron una etapa de decadencia y, común a nuestros imaginarios, no podemos dejar de pensar a la reclusión y a la soledad bajo connotaciones negativas y de tristeza. En este punto, Octavio Paz en su ensayo El laberinto de la soledad, afirma que la soledad es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del todo.
A su vez, Paz relaciona la soledad con la religión cristiana y dice que el aislamiento puede ser visto como una consecuencia del pecado, de la culpa que siente el artista: una suerte de penitencia. En este punto, recuerda el pecado prínceps de Adán y Eva, el que los lleva a ser despojados de la uniformidad, del resguardo en el paraíso armónico. En el sentido de Paz, podemos pensar que la decadencia del artista es algo muy desgarrador, una etapa de penitencia, de castigo por algo demasiado ambicioso que intentó hacer.
Por contrapartida, en la visión del filósofo antiguo Epicuro quien identifica la imagen del sabio como un hombre apacible, alejado de la vida urbana, de las opulencias innecesarias, de los vicios destructivos, podemos encontrarle otra vuelta al asunto. Nos propone la búsqueda de la felicidad a través de la autarquía y de la autosuficiencia. En este punto, nos resulta esperanzador si homologamos la figura del sabio con la del artista retirado, como si fuese éste un hombre que en el silencio encuentra el equilibrio, el despojo, la nueva vida. Epicuro nos arroja una imagen de hombre completo que no siente faltas ni por lo que fue, ni porque lo que ya no es, ni por lo que será.
Epicuro añade que la felicidad del hombre también se da en los recuerdos, en los tiempos felices y que el recuerdo borra los límites del pasado, presente y futuro, que mientras se recuerda se es igualmente feliz, que no es nostalgia sino potencia de intemporalidad. Así se lo expresa Epicuro a su amigo Idomeneo: “Era el día dichoso y al mismo tiempo el último de mi vida cuando te escribía esto. Los dolores de la vejiga y de las vísceras eran tales, que no podían ser mayores; sin embargo, a todas estas cosas se oponía el gozo del alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones”. Es decir, el alma del sabio –y del artista, si se me permite la comparación- ya conoció, ya vivió, ya supo, y ahora alcanzó la imperturbabilidad del alma.
En esta postura, un tanto autoindulgente de Epicuro, el silencio y el retiro no es decadencia como era para D.H. Lawrence, ni oscuridad y castigo como planteaba Paz.
Entonces, ¿es mejor el suicidio, la locura, la dependencia del pasado o de los cuidados familiares por haber recaído en la locura? ¿Es preferible la negación y la represión del arte, la salida defensiva de odiarlo o descreer de él como hizo Rimbaud cuando se fue a África? ¿O es mejor saber cuándo ya no tenemos más nada por crear y, encontrar la felicidad, a pesar y con eso? Estas preguntas son retóricas, por supuesto. No tenemos respuestas finales para ellas: cada vida tendrá algo para enseñarnos a los que seguimos intentando hacer algo en el mundo del arte.
Por mi parte, prefiero pensar que la sensibilidad del artista no muere nunca, que, aunque no se ancle en un símbolo estético, espera siempre latente y que, de momentos, el poeta, el pintor o el músico tienen experiencias sensibles que no llegan a concretarse en una obra, pero que existen y que son igualmente placenteras, esperando éstas en algún lugar suyo para anudarse a algo, más allá de quedar en una sensación o en una percepción intransferible. Por lo cual, podría estar más cerca de Epicuro al decir que el silencio y el vacío son espacios más de fecundación que de muerte.
La sensibilidad sobrevuela en los días de aparente silencio, hasta en las sensaciones más rudimentarias, aunque esto no se anude a su significante o a su materialidad artística, por más que no se procese intelectualmente y se convierta en objeto. A pesar de toda esa aparente abulia cognitiva del artista, la sensibilidad siempre espera su excitación. El arte se congelará de momento, pero el artista no.