¿Por qué andamos en bicicleta? ¿Cómo se mantiene este modo de vida en una ciudad caótica y hostil como la nuestra? Pedro Gómez y Atilio Boggiatto comparten historias, ideas y perspectivas sobre lo que significa ser un ciclista en Tucumán.

I

Vos sabés, las ciudades pueden verse y sentirse como un bazar inagotable de hostilidades. Cada forma de movilidad urbana tiene su propio repertorio de padecimientos y malestares, ya seas peatón, viajes en el trasporte público, conduzcas un automóvil, montes una moto o pedalees una bicicleta. A cada quien su infierno citadino. Pero si sos un ciclista, puede que vivas el más desamparado de los modos de circulación, una particular experiencia de eso que llaman “el no lugar”. Por supuesto, esto depende de qué ciudad se trate, porque hay algunas con cuotas de paraíso y otras que acumulan los rescoldos del averno. San Miguel de Tucumán es una de estas últimas.

Último tango.

Último tango.

La capital tucumana es una ciudad rota, sucia, caótica, maloliente, apenas transfigurada por la paleta de los lapachos y el aroma de los naranjos en flor durante el sufrido esplendor de la primavera. El territorio lunar del pavimento, los arroyos cloacales, el salvajismo motorizado son el paisaje arterial de un organismo que entrevera perfiles y fachadas de anodina fealdad. Por ahí te movés en tu bicicleta, entre la furia y el desencanto, inmerso en la maldición de los que manejan el despotismo de ómnibus y taxis, bajo la amenaza de las puertas de autos que se abren de pronto como las alas torpes de pájaros bobos, una estela frágil de carne y sangre en el humo feroz de los escapes. Ahí pedaleás, a contrapelo, masticando la agridulce contracorriente.

II

No sé bien por qué, pero creo que las primeras veces en bici uno siente una inexplicable atracción hacia las cosas. Pueden ser personas o árboles. Eventualmente, llega el día de ser insultado por alguien que no ha tenido tiempo de andar en bici, suceso que encabeza el ranking de las situaciones penosas sobre dos ruedas.

Pero ahora recuerdo otro día. El día en que yo, habiendo dejado el andador, pude andar sin rueditas. Y era mi viejo quien me enseñaba. Recuerdo también sus palabras, sus instrucciones y sus claves: “relajate, mantené firme los brazos, pedaleá constante y no te asustes. Es lo mismo que con rueditas”. Claro, el tipo ya andaba sin rueditas, para él era moco’ i pavo. Yo no pude pedalear constante, así que a mi viejo se le ocurrió empujarme y que yo pruebe ir piloteando la bici de a poco. O por lo menos eso fue lo que me dijo. Yo le pedí que no me soltara y también le pregunté si no existía otra forma de aprender. Él me dijo que no, que sólo andando se aprendía. Así que me dispuse a tomar control de la bici mientras mi papá trotaba lentamente, empujando. Empecé ahí a sentir el viento y el miedo y de repente él me soltó. Por el susto no alcancé siquiera a quejarme. Luego, más tranquilo, logré ofenderme. Pero de inmediato él salió del aprieto mostrándome cómo ya había podido hacer mis primeros metros en bici. En bici sin rueditas. El miedo me llevó a recorrer como media cuadra antes de acordarme de los frenos. Como suele ocurrir, mi primera vez en bici fue en la vereda, cuando todavía podíamos andar en la vereda. Y después llegó la aventura de bajar a la calle.

"Ciudad capital.."

Ciudad capital.

III

En este oficio de ángeles caídos y cielos derribados, te enterás de ciudades con ciclovías o bicisendas, con servicios públicos de bicis de alquiler (hay unos 600 en todo el mundo), lugares de estacionamiento que nos hacen menos furtivos en eso de hallar dónde encadenar nuestros vehículos y otras bondades que suenan a delicias de una tierra ni siquiera prometida. Pero claro, no es que soñar no cueste nada: los sueños no sólo son un modo de hablar del anhelo de cambiar la realidad, sino que también entrañan la necesidad de cambiar el modo de soñar. Hace falta adquirir y encarnar conciencia ciclística. No se trata de bikerizarse, ni de treparse a una moda hipster, ni de abonarse a la marcación de tendencias, sino más bien de hacer foco en la elemental evidencia que indica que andar en bici es una forma de moverse muy lógica, muy sana, muy satisfactoria, muy barata y muy placentera. Sobre esa lógica, sobre ese modo de soñar, se construyen y sostienen las ciclovías, los servicios públicos de alquiler, los lugares de estacionamiento no furtivo. Además, más allá de nuestros obstinados afanes de soñadores, estos trazados no serían más que los dibujos de algún progresismo iluminado sino se inscribieran en un plan serio y coordinado de movilidad urbana. Y, por supuesto, está el trabajo de romperle las bolas al gobierno para que salga de su indiferencia, su falta de imaginación y su letárgico hábito de ignorar a las bicis.

IV

Y todo esto me hacer pensar en una historia vieja, una historia de bicis y pandillas. En aquel entonces, estaba de moda la película Los bici voladores. Nosotros no éramos tan habilidosos, pero sí lo suficientemente manyines. Lo que hacíamos puede parecer muy sencillo; para nosotros, era toda una aventura. Nuestra base era la plaza Belgrano. De ahí partía un escuadrón de aproximadamente tres bikers -algunas veces hasta cinco-. Teníamos entre 9 y 11 años. Nuestros padres nos permitían ir a dar unas vueltas, pero con la condición de quedarnos allí, en la plaza del barrio, porque todos éramos de barrio sur. Pero en la plaza sólo hacíamos base, concentrándonos para el viaje. Una vez que estaba todo listo, emprendíamos un tour peligrosísimo que tenía un doble objetivo: volver sin que nadie se entere (para lo que había que regresar sin un rasguño) y conseguir, además, la mayor cantidad posible de calcomanías gratis. Íbamos desde la plaza Belgrano hasta la Catamarca esquina Mendoza, donde empezaba el paraíso de las bicis. Al trayecto teníamos que hacerlo por la vereda; bajar a la calle era un impulso de otra vida y de otra edad. Un impulso reservado para cruzar de una manzana a otra. En la Catamarca, entre Mendoza y San Juan, había varias casas de artículos para bicicleta. Estaban casi una al lado de la otra. El chiste consistía en manguear, en cada una, todas las calcomanías posibles. Siempre entraba uno y el resto esperaba afuera: una cuestión de estrategia. Una vez completado el recorrido, había que volver, siempre por la vereda. En esa época, todavía se podía andar por la vereda sin que te miraran feo.

Vida de reserva.

Vida de reserva.

V

La memoria se recrea en pequeñas grandes gestas de pedaleo, en aventuras de picardías y acrobacias que alimentan la simbiosis entre cuerpos y rodados. Un sedimento de destrezas almacenadas para cuando haga falta, para el traslado de cara al viento, para alguna ideología de feliz resistencia. Irás al trabajo en bici, treparás al cerro, harás sendas, te darás algunos porrazos, putearás entre los autos, enchivarás no sin alegría, y le sacarás brillo a herramientas del pensamiento alternativo. Le darás forma y contenido a una razón de la tracción humana.

VI

No es lo mismo bajar las ventanillas del auto, ni montar una moto, ni mucho menos apurar los avatares del peatón. Los olores, el viento en la cara y los colores del paisaje son otros en el andar de la bici; constituyen una experiencia que no puede emularse. Y ésa es, también, la razón del bicinauta, del que se sube a una bici a pesar de la ciudad y sus hostilidades.

Quizá no sea más que esa inexplicable atracción hacia las cosas.

Imágenes: Eduardo Naval.

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