Reuniones anuales donde se proyecta cine

El primer festival de cine de la historia fue el Festival de Venecia, creado en 1932. En la primera edición se proyectaron clásicos como el Frankenstein de James Whale y Sucedió una noche de Frank Capra. Entre 1934 y 1946, el premio principal llevó el nombre de “Copa Mussolini”. La mayoría de los otros festivales grandes fueron fundados luego de la Segunda Guerra Mundial: Cannes (1946), Locarno (1946), Karlovy Vary (1946), Edimburgo (1947), Berlín (1951), San Sebastián (1953), Mar del Plata (1954), Moscú (1959) y Montreal (1977). Este súbito auge de los festivales de cine reflejaba, por un lado, la creciente interdependencia mundial de lo que terminó siendo el bloque occidental y capitalista de la Guerra Fría, pero también –por el otro- un reforzamiento de las identidades nacionales. Cada país debía tener su festival de cine que mostrase lo mejor de su producción y que “trajese” (en tiempos pre-videocasete) lo mejor del cine mundial. Al mismo tiempo, la división mundial en dos bloques enfrentados hizo emerger festivales con agendas explícitamente políticas, como el Festival de la Habana o el de Moscú. De hecho, en los años que van de 1960 a 1980, muchos conflictos de programación estuvieron signados por enfrentamientos ideológicos y cuestiones de orgullo nacional.

Con el tiempo, los festivales proliferaron. Su combinación de fiesta, negocio, espectáculo y contemplación del séptimo arte en su mejor versión demostró ser lucrativa y adictiva en las principales ciudades del mundo. Esta verdadera red se reforzó una vez que, con la caída de la Unión Soviética, terminó de formarse un verdadero mercado mundial para el cine, eliminándose muchos de los conflictos políticos alrededor de la programación de los festivales. Un par de años antes, la época dorada del director llegó a su fin en Estados Unidos, y Hollywood se transformó en un confiable y predecible productor de tanques. Estas circunstancias convirtieron a los festivales de cine en un circuito de distribución alternativo, siendo ejemplos de esto el Festival de Sundance y el BAFICI, ambos con una orientación hacia las producciones independientes. Al mismo tiempo, cada festival tiene toda una red de festivales adictos o amigos. Si una película logra entrar a un festival Clase A, por ejemplo, no puede ser estrenada en ningún otro festival del mismo estatus pero puede seguir girando por el mundo de una manera casi autónoma durante uno o dos años más en festivales más chicos que tienen convenios.

Mirar de nuevo.

El plano fotografiado.

Todo esto ha generado cierta estética de festival que suele fastidiar al público. Esa estética toma la forma de imágenes contemplativas, películas poco habladas, “vibrantes alegatos sobre la vida de una familia de pastores mongoles”, planos largos y una cierta lentitud. La verdad es que hay tantos festivales y son tantas las películas que en ellos se estrenan que todo tipo de generalización es inútil. Los festivales existen coordinados por millones de mentes, desde programadores hasta directores pasando por burócratas estatales y productores. En el fondo, también forman parte del negocio del cine.

Lo cierto es que para muchas películas los festivales constituyen el propio horizonte de su existencia. Algunas son buenas y otras malas, pero en todo caso es el festival el engranaje fundamental que permite que se produzcan. Además, cualquiera que se ha dedicado a pasarse una semana viendo dos o tres cosas por día, encerrado en una sala oscura hasta que le salen manchas en los ojos, sabe que los festivales de cine proveen una experiencia única y atractiva en determinados momentos de la vida. En ese sentido, no creo que estemos en condiciones de crear una alternativa para reemplazarlos. Si desapareciesen probablemente dejaríamos de ver cine.

Como el cine mismo

Este año la película Los dueños entró en Cannes. Es la clásica historia de cenicienta que no podría existir sin los festivales de cine (y sin los institutos de cine nacionales y las productoras de cine). Una película realizada por dos tucumanos debutantes, filmada en Famaillá. La primera película de su provincia en mucho tiempo, que debuta en la plana mayor del cine mundial, en el festival donde van las estrellas a la alfombra roja al lado de la costa azul. La experiencia, según sus directores (Agustín Toscano y Ezequiel Radusky), no pudo ser mejor y poco tuvo que ver con las narradas por Antín y Torre Nilsson. Fue una sucesión de agasajos increíbles y charlas alentadoras con directores consagrados. Pero los realizadores también tuvieron que afrontar reuniones con distribuidores, decisiones sobre la gráfica y papelería de la película, compra y elección de ropa para distintos eventos, conflictos con el formato final, cientos de proyecciones del film con diversos cambios y un sinfín de problemas que pertenecen fundamentalmente a la parte del asunto que se relaciona con el negocio, al trabajo de hormiga necesario para realizar, terminar e impulsar una película en la industria del cine.

Los festivales son un escenario privilegiado donde se desarrolla parte de esa acción trabajosa que es hacer cine. Sirven para que la industria se sostenga. Pertenecen, como el cine mismo, a la serie de cosas inútiles que nos hacen felices aunque no encuadren en nuestra visión ideal del arte.

Imágenes: Atilio Boggiatto.

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