Una defensa del anteproyecto que enfatizara sus virtudes técnicas y disipara los malos entendidos podría, quizá, llegar al fondo del asunto: la relación propuesta entre reforma y aumento de la criminalidad es una relación falsa a todas luces. Como dice Augusto Benevento, “los delincuentes no leen el código antes de salir a la calle, la verdad, ni les interesa”. Es ingenuo pensar que las problemáticas de seguridad pueden solucionarse restringiendo derechos; un ejemplo tristemente célebre son las leyes Blumberg, que desfiguraron el Código actual –con el apoyo de Néstor Kirchner- sin obtener mayores resultados. Sin embargo, el debate tomó otros rumbos, y al día de hoy no puede decirse con seguridad que el kirchnerismo, dividido y con opositores internos al proyecto -como Sergio Berni-, esté en condiciones de impulsar la reforma. Algo similar pasó con la eliminación del alquiler de vientres en el borrador del nuevo Código Civil, esta vez a pedido de la Iglesia, una institución siempre dispuesta al anacronismo. El kirchnerismo, la misma fuerza política que apoyó grandes gestas de ampliación de derechos como el matrimonio igualitario, hoy parece haber perdido el momentum. Mientras tanto, Sergio Massa continúa su campaña en contra del anteproyecto sin preocuparse demasiado por la oportunidad histórica que éste representa. Zaffaroni concluyó, hace algunos días, que sus intervenciones son un ejemplo de la inmadurez de la clase política. Quizá –también en esto- tenga razón.

Elitismo, populismo y los tabúes de la política

Platón, en su Protágoras, llama la atención sobre la diferencia entre aquellos temas que son específicos de un oficio y aquellos otros que nos competen a todos. Estos últimos tienen que ver con la polis, son temas políticos. En una democracia, nadie puede dudar sobre el derecho de todos los ciudadanos a participar en el destino de las leyes. Ahora bien, ¿qué pasa cuando ese tema común que es la política adquiere una dimensión técnica en la redacción de un código? ¿Todos podemos hablar ese idioma?

Es difícil comprender la relación entre lo político y lo jurídico. Hoy son muy comunes algunas opiniones que reducen toda ley a sus condiciones de producción. Si la ley no es más que la manifestación de una ideología dominante –normalmente burguesa-, debatir la ley no tiene mayor interés. Se trata, a lo sumo, de una fantasmagoría. La verdadera realidad, que es económica, se gesta tras bambalinas. Pero sucede que la vida de todos los días va generando situaciones imprevisibles en una declaración de intereses, burguesa o de cualquier otra naturaleza. Las leyes son fogueadas por prácticas y necesidades cotidianas. En este sentido, no puede pensarse a la ley como un teorema, una mera deducción del axioma que es siempre económico-político. La traducción no es directa. La ley surge de la política, no hay dudas, pero se transforma y vuelve sobre sí misma. Su tecnificación le brinda alguna autonomía, aunque sea limitada y relativa. Y esa autonomía permite mantener la vigencia de estándares incómodos para el cortoplacismo de la política, como los principios de legalidad e inocencia. En estos casos, el Poder Judicial, el menos democrático de los poderes, tiene la tarea de mantener la distancia entre las personas y las hordas enardecidas, entre la ley y el derecho subjetivo; de algún modo, debe ponerle límites a la misma democracia. Es un detalle que olvidó el kirchnerismo el año pasado, cuando se embarcó –sin éxito- en la “democratización” de la Justicia. Y esos límites se tornan especialmente delicados en el ámbito del Derecho Penal, muy expuesto a las variaciones en el clima político. Se trata, al fin de cuentas, del riesgo del populismo penal, que –como dice Gargarella- “señala la imagen ocasional de alguna víctima de un crimen, exigiendo castigo, y exclama: ‘Ahí está la voz del pueblo’. Pero las voces del dolor no equivalen al ‘pueblo’; ni dicen todas lo mismo; ni son escuchadas cuando vuelve la calma. Y aunque merecen el mayor amparo, no son ellas las que deben marcar, por sí solas, la orientación de las políticas penales”. Su contracara es el elitismo penal, que sostiene la viabilidad de un Derecho que se crea a espaldas de la gente. El equilibrio entre elitismo y populismo penal es complejo, y en modo alguno pretendo encontrar una síntesis novedosa que lo asegure. Aun así, no creo que la posibilidad de esa síntesis se haya puesto en juego en esta polémica, en la que abundaron los golpes de efecto y las manipulaciones. Hay frases que pueden ser jurídicamente necesarias, pero que al mismo tiempo son política y electoralmente insoportables. Eso explica que algunos defensores del anteproyecto hayan recurrido a la paranoia o las omisiones, y explica también que muchos otros referentes hayan guardado silencio. La reducción de las escalas punitivas es un tabú, y una parte importante de la clase política prefiere refugiarse en los tópicos y los lugares comunes. Que esa actitud tenga justificaciones mediáticas no significa que deje de ser un modo -refinado- de cobardía.

Un mar en el fondo.

Un mar en el fondo.

Hay algo indudable: la relación entre el Derecho Penal y la democracia se pone de manifiesto en esta discusión. Es una relación sumamente compleja, y comprenderla quizá sea el primer paso hacia una legislación que recepte la voluntad popular y, simultáneamente, preserve la legalidad y los derechos de los individuos. Esa comprensión no puede construirse a partir de tabúes, egoísmos electorales y perspectivas de corto plazo. Debe trascender, aunque la idea misma pueda parecer ingenua, los criterios de la demagogia. Sobre el anteproyecto se dijeron muchas cosas, pero en algún punto aún no hay nada dicho. Todavía puede cobrar estado parlamentario, y todavía puede sancionarse un código nuevo. En todo caso, es éste un tema que precisa y merece un debate más profundo. Un mejor debate.

Imágenes: Atilio Boggiatto.

Comments are closed.